Crimen y castigo // Lila María Feldman

Las mujeres nunca pudimos hacer, desear ni pensar cualquier cosa. Nuestra potencia ha sido y sigue siendo –por ahora- conquista.

Conquista y potencia del cuerpo de las mujeres para desprenderse de las figuras del cuerpo del delito, y del campo de la prueba.

¿De qué maneras, de cuántas maneras, el cuerpo de las mujeres es capturado por un deseo ajeno? Cuerpo de las mujeres condenado a un destino ligado a la ficción de naturaleza femenina, y a la representación que fija lo femenino a ser madre. Cuerpo de las mujeres condenado a ser también objeto de posesión exclusivo para el deseo del hombre, para la sumisión, para la violencia, o para la muerte.

Quiero decir: ¿Cómo despegar el encuentro sexual de una presunción de peligro, de un estado básico de alerta, hacia el ejercicio de una sexualidad que tenga los mayores grados de libertad posible, en los modos singularísimos con los que cada una tendrá que resolver ese enigma que la sexualidad siempre representa? Que la sexualidad pueda ser enigma y no lugar hipersaturado de sentidos.

¿Cómo continuar separando sexualidad y castigo? todavía en este siglo, no hay avance tecnológico, ni científico, ni político, que haya logrado desarmar esa soldadura. Aún.

Usamos -cada vez más- las mujeres, la palabra para defendernos, y vaya que la usamos, a contramano de otras palabras, prácticas y poderes. Pero ¿cómo usamos el cuerpo? El cuerpo colectivo aloja, acompaña y posibilita el intento por inscribir el cuerpo de las niñas, adolescentes y adultas, de cada una de ellas, de otras maneras.

En los albores del descubrimiento freudiano, las mujeres casi exclusivamente contaban con su cuerpo, como manifestación atrapada en la crisis histérica, o el síntoma histérico. Freud, alejándose progresivamente del saber médico de su tiempo, inventa un nuevo dispositivo, que consolida el pasaje del método hipnótico y la cura catártica al método de la asociación libre y la escucha analítica. Freud libera al cuerpo de la fijeza en la conversión histérica y la actuación, de la condena a expresarse en una escena “loca” y sujeta a la examinación médica, y sitúa la resolución del enigma en el terreno de la palabra, generando nuevos posibles enlaces.

Es un largo capítulo el de las vicisitudes por las que avanzará esa escucha, y allí lo que Freud y su tiempo pudo, y hasta dónde, pensar. Un capítulo en pleno trabajo de reescritura y reformulación, en el mejor de los casos. Por ejemplo, de la trama que subjetivó a las mujeres como castradas y envidiosas, y allí situó la configuración de sus fantasmas primordiales y de las posibilidades de acceder, progresión mediante, a ecuaciones simbólicas capaces de encauzar los deseos –por supuesto-  a la maternidad. O la inexistencia de representación del placer femenino en el encuentro sexual. Aun hoy se escuchan y verifican, en particular en el consultorio, las esquirlas vivas de esa no existencia, toda vez que para cada mujer es un trabajo arduo el de inscribir su placer, y no ya la “aprobación”, en el cuerpo propio y en los encuentros con otros. Cuantas veces nos toca escuchar que la sexualidad femenina es posible únicamente como soporte y garante, o como anexo de la masculina…

 

¿Cómo recuperar, hoy, entonces, la palabra y el cuerpo para vivir una sexualidad no peligrosa ni culpable? ¿Cómo arrancar nuestro cuerpo de “el cuerpo del delito”, como poderosa representación dominante? Me refiero de este modo al peso que “la prueba” cobra en el cuerpo de las mujeres. Pruebas que verifican a su vez la magnitud y algunos de los alcances de nuestra captura en el régimen patriarcal, ese sistema que opera legitimando y reproduciendo su  propia violencia, como si ella fuera natural.

Esta es nuestra agenda de pruebas:

  • “La prueba de amor”, con las obligatoriedades que se imponían, en nombre del amor, inscribiendo el inicio sexual en una lógica de dominación.
  • El embarazo: “la prueba del delito”, el delito de ser mujer y desear.
  • El daño y la urgencia médica: la “prueba del aborto clandestino”, realizado en condiciones indignas, desamparadas y en soledad.
  • La prueba de que la decisión de una mujer es el “único y último recurso, justificado medicamente”, por ejemplo para decidir ligarse las trompas. Único modo de traspasar el argumento de la “objeción de conciencia”, con el que los cirujanos muchas veces se oponen a realizar una práctica que ya es es un derecho. Un ejemplo nomás de que la vida no es la preocupación de quienes se oponen al acceso y ejercicio de nuestros derechos sexuales y reproductivos, y que el derecho de las mujeres de gobernar la propia vida no es en lo más mínimo un punto de partida.
  • La prueba de la “buena madre”, la “madraza”, aquella que deja y posterga todo por cuidar y criar a sus “cachorros”.
  • El cuerpo seductor, como la “prueba de la provocación” que autorizaría, siempre, el avance o la intromisión del hombre. El derecho del hombre a imponer su deseo allí.
  • “La prueba judicial”: la prueba que logre determinar la existencia de la violación y el abuso.
  • La aprobación social y el espejo como prueba de ajuste del cuerpo a la hegemonía normativizante de la imagen.
  • La prueba del “buen feminismo”, cada vez que el feminismo entrega su sensibilidad al manual de la moral feminista. Sabemos que la moral pertenece ella misma, en su misma genealogía, a la lógica patriarcal (La narración de “Tótem y tabú” es un buen testimonio de ello, de ese anudamiento entre moral patriarcal y origen mítico de la cultura). Ahí, entre los márgenes de la pedagogía y el punitivismo, perdemos el rumbo, si ocurre que hay afectos permitidos y otros que no lo son. Podemos sostener un discurso feminista y reproducir al mismo tiempo algunas de las violencias que nosotras mismas combatimos.

 

Entonces, ¿cómo seducimos hoy las mujeres sin ser putas ni víctimas? tanto de otrxs, por empezar, pero además víctimas de nuestras propias representaciones, representaciones psíquicas y sociales, singulares y colectivas, cuando suponemos, en particular las más jóvenes, que el avance erótico siempre es potencialmente amenazante  o peligroso.

¿Cómo desarmar la idea de “hombre supuesto atacante“? ¿Y la representación de “mujer deshecho“? (Se usa y se tira, en un plano metafórico y en otro bien concreto y real).

¿Cómo lograr que crimen y castigo no sean la perpetuidad moralizante tejida en saberes y prácticas que posibilitan aun hoy que las mujeres sigamos suponiendo que somos nosotras mismas las responsables de la opresión padecida, por haberla provocado, propiciado o deseado? ¿Cómo desamarrar nuestros cuerpos de esos discursos del Poder que todavía lo marcan? ¿Cómo liberar al cuerpo de la búsqueda de aprobación y de la amenaza del oprobio?

El cuerpo de las mujeres se enfrenta cada día al trabajo de desasirse de esas representaciones de cuerpos que funden sexualidad, delito y prueba. Representaciones ligadas a los afectos de culpa y vergüenza.

Tenemos el desafío de construir para la sexualidad un campo de paridades. Pero sobre todo de alegres maneras, maneras de probar y explorar que no queden aplastadas por otras “pruebas” que capturen en la dominancia de unx por sobre otrx, o en la exigencia en nombre de ningún valor o ideal.

Que probar pueda ser eso: ser sujetos capaces de experimentar, tener derecho y libertad de hacerlo -con el cuerpo y con las palabras: ambos son la materialidad de nuestro capital libidinal y deseante, con ellos decidimos el rumbo de nuestra vida- y no ser objetos de pruebas, de aprobación, ni de oprobio.                                             Volver para ser mujeres, llegar a serlo: dejar atrás la agenda de las pruebas, que nuestro tiempo sea siempre, y cada vez más, nuestra potencia y conquista.

Que sea ley la decisión indiscutible sobre nuestra propia vida.

 

 

Por último, un poema de Luciana Reif.

 

 

Otra vez un chico en mi cama,

es tan dulce su rostro contra la almohada,

parece que no respira o que respira apenas

como un silencio sutil.

Me gusta verlo ensimismado en sus secretos,

tan desnudo que abruma, mientras miro distraída

el techo de mi cuarto, la puerta entreabierta;

afuera el living, la cocina, el baño.

De repente me encuentro imaginando

una posible forma de escapar,

no tengo razón para pensar en eso, pero lo hago:

cientos de mujeres fueron asesinadas

este último año, no entiendo por qué este chico

no habría entonces de meterme un palo

entre las piernas. Pienso en ellas,

esposadas al respaldo de una cama

por sus novios, por sus padres, por sus amantes.

¿Cómo es que alguna vez encontraron consuelo

en sus anchos hombros?

Imagino sus rostros desencajados,

sus muñecas atadas, tensas hasta la sangre.

¿En qué momento su cuarto se convirtió en una prisión

y su novio en el carcelero que entra

sin pedirles permiso en mitad de la noche?

Vuelvo la cara contra mi chico,

él descansa y entredormido me abraza,

la bruma de mis miedos lo tapa.

Su ternura, como una gema,

resplandece en el cuarto.

 

 

(Agradezco a Claudia Masin y a Cristina Lobaiza, dos maestras, que acompañaron y estimularon la reescritura de este texto).

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