(Colombia) en la trampa: la estrategia del agotamiento corporal como política (anti)social // Diego Moreno Mancipe

I

En Colombia la expresión “en la trampa” tiene, al menos, dos sentidos: uno pasivo, como caer en la treta de un extraño; otro activo, como la aplicación de la inteligencia y los sentidos en la detección de una amenaza. Según el segundo sentido, estar “en la trampa” es mantenerse atento, pendiente de… y con los ojos bien abiertos. Colombia está atrapada en una trampa que atraviesa los cuerpos, captura las ideas, entristece los afectos y anula la imaginación; una trampa con múltiples dimensiones, compleja, indiscriminada y difícil de desarticular, frente a la que hay que “estar en la trampa”. Quisiera hablar de trampas, más que de agresiones directas. 

Las manifestaciones que tienen lugar en el país desde el miércoles 28 de abril son la continuación de una movilización social que empezó con el paro nacional del 21 de noviembre de 2019. Durante 2020 la pandemia prestó aliento artificial al gobierno Duque-Uribe (no se venden por separado), ahora los colombianos volvieron a las calles para rechazar una reforma tributaria que sirvió como revulsivo de un descontento social más profundo.

A pesar del compromiso del gobierno de retirar la reforma tributaria, la continuidad del paro nacional se explica por el maltratado y la dura represión de la que es víctima el pueblo colombiano. Según las ONG Indepaz y Temblores, después de 11 días de manifestaciones se registraba la pérdida de 47 vidas –39 de ellas relacionadas con violencia policial– y 548 desapariciones. 

 

Desde 2019 la estrategia de la Casa de Nariño consiste en golpear fuerte, aislarse y aguantar hasta que el desgaste haga lo suyo con los manifestantes. Se trata de una suerte de pugilato cobarde: la orden de actuar con mano dura sale de despachos en Bogotá –cuando no de la finca de un expresidente– y es ejecutada con brutalidad sobre los cuerpos maltratados por las fuerzas del orden. Balas, proyectiles, gases y tanquetas contra insultos, escudos de lata y piedras. 

Son tramposos. Mientras la policía y los antidisturbios violentan a los ciudadanos, en Casa de Nariño convocan civilizadas “conversaciones nacionales” entre machos blancos de derecha y centro –en cualquier caso, despreciadores de la indignación popular por su falta de buenas maneras–. 

Los liberales bien pensantes de centro trampean con equivalencias irreflexivas de la violencia. Su abstracción cuasi mística borra de un plumazo cualquier determinación, límite y diferencia. Es la noche en la que todos los gatos son pardos: la perdida de un ojo, las golpizas que propinan los antidisturbios y el asesinato se estiman tan graves como la ruptura de cristales, los insultos o el lanzamiento de rocas. Así desplazan en otros la barbarie que consienten.

También hay quien van más allá y demanda muerte sin sonrojo. Sí, a fuerza de repetición, el discurso guerrerista del uribismo hizo que un sector nada minoritario de la población civil cultivara una moral guerrerista para la que todo vale en la defensa de la propiedad privada. Ahora salen en camionetas 4×4 blancas a dispararle a los jóvenes e indígenas. 

Más tramposa todavía es la deslegitimación oficial de la protesta social. Ya cuenta como uno de los signos de identidad del uribismo la criminalización de pobres, indígenas, negrxs, campesinxs y estudiantes que manifiestan su hastío con el estado de cosas nacional. Tradicionalmente, la bellaquería de derechas colombiana no ha encontrado otra forma de narrar la articulación de todos estos sectores sociales que no sea mediante la fantasía del origen criminal, ilegal y mafioso. Este escepticismo denunciante convierte a los ciudadanos en ingenuos e ignorantes fácilmente manipulables, a la vez que obtura cualquier posibilidad de producir una idea adecuada del estercolero en el que nos encontramos. 

Al calor del paro surgen discursos delirantes replicados por patrañeros. Aunque graciosas, sus elucubraciones son peligrosas por sus efectos: refuerzan la idea en los ya convencidos de que la movilización social es una revolución enmascarada que amenaza la estabilidad del orden civil; todo manifestante es un potencial insurgente, la respuesta tiene que ser militar. 

Tal vez la expresión más grosera del modo en que opera este entrampamiento sensible-intelectual se revele en el discurso racista y clasista anti-indígena de las élites nacionales. La negación de las consecuencias concretas del despojo histórico se respalda esquizofrenicamente con una fuerte conciencia histórica que condena el derribamiento de las estatuas de los conquistadores. Los señoritos reconocen los pueblos indígenas a razón de su pauperización y segregación en resguardos apartados de los centros urbanos. El indígena que pisa la ciudad en calidad de no-desplazado y reclama sus derechos siempre se trae algo oscuro entre manos. De la imagen del buen salvaje del multiculturalismo liberal ni hablar. 

Ahora bien, nosotros mismos nos hacemos trampa al infantilizar a Duque y su gobierno. Iván Duque prueba que ser incompetente y ser un hijo de puta no son excluyentes. Claro, Duque es un inepto, pero su ineptitud solo se compara con su cinismo. Su malicia pasa de agache por las patéticas entrevistas de campaña en las que ofrecía sus vergonzosos dotes artísticos y deportivos. Duque es cruel, y es más cruel lo que hace como presidente que como bailarín, futbolista o guitarrista de fogata. Hiere más oír el desinterés con el que se refiere al pueblo que escucharlo cantar De música ligera

Igualmente se hace trampa el que piensa que la necropolítica de Duque-Uribe está arrinconada sin respaldo. La burbuja de mismidad y seguridad endogámica que constituyó el progresismo reventó con el referendo por la paz de 2016 y las elecciones de 2018. 

No hay un desgobierno absoluto. Lo que ocurre es que la falta de inclusión del gobierno Duque-Uribe implica el gobernar contra la mayoría y a favor de unos cuantos. No están desconectados de la realidad, es que desprecian a la gente. Duque no tiene miedo a hablar con el pueblo, no quiere hacerlo y punto. Tampoco es prisionero de nadie, es parte activa de la ejecución. Todas sus evasivas hacen parte de una estrategia consciente de desgaste y desmoralización. La maldad no es carencia de…, la maldad es

 

II

No todas las trampas matan inmediatamente; las hay que agarran y no sueltan hasta que la presa deja de resistirse. La trampa desgasta hasta que la muerte que provoca ocurre casi naturalmente. La víctima se deja ir. De esto, la articulación entre autoritarismo, conservadurismo y liberalismo sabe bastante: la táctica neoliberal por excelencia consiste en dejar morir por falta de recursos. La muerte es inducida por desfinanciamiento hasta que la amenaza de colapso es venturosamente atajada por el salvavidas de la privatización. Por eso el neoliberalismo depende de sus crisis, pues las provoca y estas garantizan su estabilidad (dis)funcional. 

Decía anteriormente que la trampa que tiende el gobierno Duque-Uribe (insisto, no se venden por separado) puede entenderse como un ejercicio de desgaste corporal pensado por cobardes en la medida en que las fuerzas en pugna no se exponen de la misma manera. También recordaba que las trampas no solo capturan y matan al instante, sino que algunas capturan y retienen hasta que el otro se entrega. La trampa objetiva la intención de un sujeto inteligente: economiza esfuerzos, reduce riesgos y optimiza resultados. 

La trampa es un reflejo del comportamiento de la presa. Si las trampas del gobierno Duque-Uribe funcionan como aparatos que desgastan la manifestación popular es porque capturan efectivamente algunas de sus habitualidades. El artificio consiste en reprimir, encerrarse, no ceder y esperar que la actividad del otro termine por cansarlo tal y como la experiencia ha demostrado que ocurre anteriormente. Luego vendría la impotencia y la depresión. El objetivo es reinstalar la tristeza. 

Para quien observa desde afuera como los cuerpos marchan, golpean, corren y pasan noches en vela, resulta evidente que no hay cómo sostener semejante ritmo de carrera por mucho tiempo. Los señores de la guerra apuestan por una carrera de fondo. Como en 2019, también ahora el paso de los días debería evidenciar una progresiva falta de concurrencia en las marchas. No van a ceder o a entregar nada, esperan que, como tantas veces antes, las concentraciones de ciudadanos que paralizan las ciudades y carreteras se conviertan en grupúsculos cada vez más aislados. ¿Cómo juzgar sin ligereza este fenómeno de extenuación y disipación popular? ¿Acaso no hemos renunciado todos alguna vez a algo en lo que creíamos por puro agotamiento? 

La estrategia va de hacerse el desentendido, enviar golpeadores a machacar a la gente y aguardar que el tiempo y el ultraje actúen sobre las limitadas fuerzas de cuerpos mal alimentados y fatigados. La única política social que conoce el gobierno nacional es la política del agotamiento corporal; su máxima práctica reza así: “mantente firme, ya se cansarán”. ¿Y si no se cansan? Entonces la precipitación del proceso: más hostigamiento, persecuciones, rechazos, detenciones, amenazas, y sobre todo, más disparos y más muertes. 

La política de agotamiento caporal, aplicada a la movilización social, no es aprehendida completamente sin su íntima relación con cierta economía de los cuerpos. Los cuerpos son explotados, sí, pero también gozan autoexplotándose. El ethos del esfuerzo que caracteriza a la sociedad capitalista siembra en el sentido común la idea de que hay nada digno si esto no está atravesado por el signo del sacrificio. El sacrificio tiene múltiples caras, pero estas coinciden en ese extraño encuentro entre formación, trabajo y deportismo que a más de un siglo de la muerte de Herbert Spencer continúa animando el darwinismo social. 

No hay diagnóstico completo sobre la interiorización de la competitividad y la explotación de sí sin reflexión sobre la intolerancia hacia la delicadeza, es decir, frente a lo que no está debidamente formado y preparado para lo más rudo. Por supuesto, el discursillo del trabajo y la preparación deportiva encontró primero tierra fértil entre los más ociosos. Fue entre individuos con tiempo de sobra y vidas resueltas donde la inconfesada culpa de la inactividad hizo germinar un extraño deseo de exigencia. El señorito fue el primero en jugar a que hacía la guerra en los campos de paintball; el primero en quejarse porque en su gimnasio no ofrecían clases de full contact. Solo recientemente la popularización de esta ética elitista de rivales penetró los cuerpos de los trabajadores con jornadas a tiempo completo, haciéndoles conscientes de su holgazanería. Hoy jugamos tanto al superhombre que estamos convencidos de que la vida no admite grasa, queja, flojera, descanso ni molicie. Es a partir de este horizonte de sentido desde donde los acomodados barones del gobierno y los fatigosos manifestantes piensan cómo hacer colapsar y cómo resistir al otro, respectivamente. 

Las prácticas de crueldad con el cuerpo propio y ajeno no son patrimonio exclusivo de la diada trabajo-deportismo en tiempos de capitalismo. Sin embargo, no es impreciso afirmar que es la sociedad y el sujeto capitalista, sobre todo en su deriva neoliberal, los que más provecho han sacado de ese complejo vitamínico compuesto de heroísmo mítico, atletismo greco-romano y martirología cristiana.

El problema es que una vez interiorizada la cultura del sacrificio y el esfuerzo corporal no podemos salir de ella aunque nos manifestamos en contra de su pesadez. La política de agotamiento corporal y anímico estatal no sería efectiva si no se ensamblara con nuestra creencia en que solo lo que pasa por la exigencia del cuerpo posee la sustancialidad suficiente para ser reconocida por el otro. Un ejemplo de ello es la voluntad de sacrificio de las marchas. Es como si el ignorado y excluido pretendiera ganar el reconocimiento del otro, del gobierno y la sociedad en general, mediante actos de bravura. El compromiso político tiene que encarnase y padecerse. Además, la impotencia alimenta la sospecha, cada vez más acuciante, de algo hace falta. Se puede hacer aún más: hay que ponerse como carne de cañón en la primera línea, caminar de la mañana al atardecer, pasar la noche en vela, hasta que nadie quede indiferente.

Pero no es nuestra culpa. Hay algo muy pervertido y enfermo en una sociedad en la que el pueblo ha interiorizado la creencia de que la única manera de aparecer como algo significativo ante los ojos de sus gobernantes es mediante el holocausto público. Lo peligroso es que las fantasías del morboso no tienen techo y siempre admiten más desgarros. 

 

III

Algunas de las corrientes filosóficas de izquierda del momento han señalado cómo el desequilibrio entre sentiencia y sapiencia –inclinado hacia la afectividad y emotividad, por supuesto– condena a la izquierda tradicional a una indefectible repetición de rituales inútiles. La crítica puede resumirse de la siguiente manera: en su exceso de sensibilidad, la izquierda arcaica tiende a comprometerse más con los afectos del activismo que con las estrategias racionales que le permitirían desplegar sus proyectos. En otras palabras, el militante tiene más compromiso consigo mismo que con las ideas del programa social y colectivo; la causa del fracaso de la izquierda kitsch es inmanente: la acción política está llamada a la ruina porque cuando los militantes se preguntan qué hacer y cómo hacerlo termina decantándose por aquello que los hace sentir mejor consigo mismos, sin considerar si esto es lo más conveniente en términos estratégicos. Aquí “sentirse bien con uno mismo” no implica que sea placentero. Se trata, sobretodo, de sentirse contento de sí por haber hecho lo que se supone es correcto, como ofrecer el cuerpo para ser castigado con la esperanza de exponer la crueldad del otro ante el mundo.

 

Con todo, no hace falta remitirse a filosofías hipster del primer mundo para encontrar una impugnación similar de esta trampa en la que voluntariamente se ingresa. El senador y líder de la oposición en Colombia, Gustavo Petro, ha expuesto y articulado claramente los riesgos que enfrenta la movilización social. En un audio filtrado por los grandes medios de comunicación del país –y que estos esperan emplear para señalar la escisión entre el senador y el Comité Nacional del Paro– se escucha a Petro decir: “creo que en el momento en el que el gobierno decidió retirarla [la reforma tributaria] debió declararse el triunfo popular y frenar ahí. Si lo quieren, en otros términos, acumular fuerzas para lo que seguía”. Empero, contra de lo que piensan sus adversarios, lo allí expresado no es la traición a la movilización social sino el llamado a racionalizar las fuerzas y meditar las tácticas de cara a una confrontación que, de darse directamente y sin tregua, favorece a quienes no colocan el cuerpo en riesgo porque esperan la descomposición de la multitud por agotamiento desde una oficina. En oposición al pugilato masculino de fuerzas inequívocamente desiguales, la apelación de quienes cuidan de los suyos porque les preocupa su suerte. No es una rendición; el énfasis debe ser puesto en “acumular fuerzas para lo que sigu[e]”, y no en el mero poner freno y retirarse. 

Que el llamado estratégico-racional del senador haya sido desatendido por quienes aún se mantienen firmes en las calles, carreteras y barrios del país hace patente tres cosas: primero, que el paro no le pertenece a las figuras del Comité Nacional del Paro; segundo, que el pueblo no necesita ni busca un padre o una madre a quién seguir. Por el contrario, las juventudes barriales que exponen sus existencias pretenden la muerte simbólica de toda figura paterna que encarne dependencia: desean la libertad material, no meramente formal; anhelan salir de casa, abandonar todo ámbito de subordinación –familiar o laboral– en el que se calle o se agache la mirada por falta de recursos. tercero, es evidente que el discurso intelectual de la estrategia racional supone un distanciamiento objetivante con el evento –un salir de la inmediatez del mundo para verlo desde fuera– que no pueden permitirse los cuerpos inmersos en el magma hirviente de la cuestión. Solamente bajo principios meramente formales tiene sentido pedirle a quienes han visto y sufrido el horror calmar la rabia. 

La ira es la fuente de una violencia que erosiona, pero también marca el camino de la dignidad y el amor propio. El pueblo enojado no quiere sobras sino el plato lleno, y va a pelear por ello así acabe en la bancarrota anímica; de cualquier manera, ya se encuentra en la miseria económica.

Hacer una política a partir de los afectos requiere de cierta habilidad para articular los flujos anímicos que circulan entre los cuerpos. Si esto es así, podemos esperar una política de afectos regularmente desplazados por negativos, como la tristeza, el agotamiento y la ira. Decía Sloterdijk que “mientras la ira permanezca en el nivel de la explosión, sólo se descargará en el modo de la inflamación”, desperdiciando así su potencial configurador de consecuencias históricas. De igual manera, mientras la tristeza, la depresión y el agotamiento sigan siendo privatizados y limitados como estados neuroquímicos, jamás tendremos noticias de su potencia revolucionaria. 

La cuestión no es nueva, desde siempre lo político ha estado ligado a un arreglo inteligentemente de lo afectivo capaz de orientarlo hacia propósitos más allá de cualquier ego. Esta racionalización no tiene nada que ver con la dicotomía sitienciasapienza aunque ciertamente opere como una ingeniería afectiva cuyo objetivo es economizar, optimizar y conducir astutamente las energías psicofísicas para que el cuerpo no sea despedazado por un proyectil, caiga exhausto de rodillas o se aísle tras un ataque de ansiedad provocado por la impotencia. Un primer ensayo de inteligencia afectiva sería salir de la prueba de resistencia corporal planteada por el gobierno y sus fuerzas militares y de policía. Siempre es inteligente y valiente reconocerse fatigado y detenerse lo suficiente para salir del juego enfermo de la explotación y autoexplotación. Parar, no necesariamente para avanzar de frente, sino también para desviarse, recomponerse y recobrar la lucidez que el agotamiento y el insomnio arrebatan. Parar para acumular energía y lanzar con toda la fuerza los enviones que sean necesarios. Parar porque, aunque es sensato reclamar del otro un trato justo, la experiencia enseña que si no cuidamos de nosotros ellos no lo van a hacer. Allí no hay a quién entienda que debe detener la aniquilación y comportarse con la nobleza de su cargo. No se conmueven con nada, están enceguecidos y no dan el brazo a torcer. 

Los afectos no son un ornamento que entorpece la eficacia del compromiso y la acción política cuando lo que se juega es la contingencia de lo común. La sensibilidad es su condición de posibilidad. Sí, es cierto que cuando se encuentran con otros los hombres se ofrecen calor, consuelo, refugio y apoyo suficiente para desmentir la pena, el abandono y el frío que los castiga. Pero más allá de este uso paliativo, reconfortante y autoafirmativo de los círculos de intimidad –no estás solo, estamos contigo; queremos, sentido y pensamos lo mismo–, encontramos un uso estrictamente pragmático y estratégico de la afectividad. Y es que no hay proyecto político individual. La estrategia de agotamiento corporal espera capturar la posibilidad que tiene un cuerpo de agenciarse con otros cuerpos; quieren dinamitar desde adentro lo que une para provocar una descomposición vía desafección y apatía. 

Siguiendo a Spinoza, “la fuerza con la que el hombre persevera en la existencia es limitada e infinitamente superada por la potencia de las causas exteriores”; el narcisista, el amputado social, el escéptico del “nosotros”, no puede nada por sí mismo.  Cuando el individuo hace frente a los abusos del mundo en soledad termina por reconocerse cansado e impotente. De ahí que lo más útil –lo más práctico en términos político-estratégicos– sea unirse a otros hombres. A mayor cantidad de cuerpos, mayor intensidad afectiva y mayor potencia de actuar. Cansancio e impotencia están correlacionados con el retraimiento en sí del ego, con el infierno de la depresión entendida como la falta de mundo por falta de vínculos con otros. Sin ese poder para afectar y para ser afectados que es la afectividad entre los cuerpos no es siquiera imaginable comprometerse racionalmente en la constitución de un proyecto prometeico. 

La estrategia mediática, política y militar que pretende hacer colapsar el cuerpo individual y colectivo del(os) otro(s) se pregunta ¿qué puede un cuerpo? inquietandose por los límites de su resistencia. Pero a pesar del dolor infligido se estrella con lo que pueden cuerpos llenos de vida: pueden más, no solo porque estén dispuestos a soportar más abusos y sacrificios, sino porque están contentos de hacerlo por los suyos; porque no hacerlo significa dejarlos solos. Y están felices de hacerlo porque después del rechazo y el ultraje recibidos encuentran el reconocimiento reclamado al maltratador entre sus iguales. A fuerza de desprecio las juventudes precarizadas y barriales, lxs indígenas, negrxs y estudiantes encuentran entre ellos la dignidad negada por los señoritos. En fraternidad se reconocen altaneros, atrevidos, “alzados”, bravos, comanches y valientes. Quieren reventarlos anímicamente, hacerlos sentir poca cosa, y lo que consiguen es que se reconciliaran con ellos mismos; como en esa novela de sanación vallecaucana de Juan Cárdenas –Los estratos, creo recordar–, en la que después de rozar la ruina existencial el personaje principal mira a un niño de la comunidad indígena en la que se ha refugiado a los ojos y lleno de seguridad le dice algo de este estilo: “¿Que vienen por nosotros? A nosotros no nos mata nadie, de aquí no nos saca ni el putas. Ni el putas, ¿me oyó?”. 



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