Chile. La revuelta en el laboratorio neoliberal // Pierina Ferretti y Mia Dragnic

Publicado originalmente en Memoria. Revista de crítica militante https://revistamemoria.mx/

El estallido del malestar social

A comienzos de octubre entró en vigencia un alza en el pasaje del tren subterráneo (“metro”) de la ciudad de Santiago equivalente a 0,04 USD. Pocos días después estudiantes secundarixs iniciaron  jornadas de acción directa e hicieron un llamado a evadir el pago del boleto en señal de protesta en contra de la medida impuesta por el gobierno. La población adhirió masivamente y en menos de una semana comenzó la explosión social más grande de la historia reciente del país, que pasó de ser una reacción ante la subida del transporte a una impugnación general a las condiciones de vida impuestas tras más de cuatro décadas de aplicación de un ortodoxo neoliberalismo.

Hasta antes del estallido, Chile mantenía la imagen de exportación que había venido construyendo durante décadas: una democracia estable, cifras macroeconómicas favorables, reducción de los niveles de pobreza, aumento del ingreso per cápita, elevados niveles de acceso al consumo de bienes, entre otras características que convirtieron al país sudamericano en el caso excepcional de un neoliberalismo exitoso. Sin embargo, esta revuelta viene a desplomar esa apariencia y a exponer la base de desigualdad sobre la que se soporta un sistema que, desde que fuera implantado a sangre y fuego por la dictadura militar de Augusto Pinochet y los “Chicago Boys”, ha sido profundizado y perfeccionado tanto por los gobiernos de la ex-Concertación (coalición de partidos de centro izquierda que condujo la transición a la democracia), como por los dos gobiernos de derecha liderados por Sebastián Piñera.

La mercantilización de todas las esferas de la vida social -incluyendo cuestiones como el agua, la salud, la educación y las pensiones- y la constitución de un tipo de Estado funcional a la acumulación empresarial, por medio de subsidios a prestadores privados de servicios sociales que les aseguran elevadas ganancias, han sido los pivotes del neoliberalismo criollo que durante casi cuarenta y cinco años ha significado el aumento sostenido de la desigualdad y del malestar social en franjas cada vez más amplias de la población[1]. Algunos datos permiten mostrar los trazos gruesos de este cuadro: actualmente en Chile el 1% de la población más rica concentra el 26% del PIB, mientras que el 50% de los hogares de menores ingresos accede sólo al 2,1% de la riqueza[2], lo que lo convierte en el país más desigual de la OCDE y en uno de los treinta con peor distribución del ingreso a nivel global[3]; el 50% de lxs trabajadorxs gana alrededor de 460 USD y las jubilaciones tienen un promedio de 340 USD[4], montos absolutamente insuficientes para costear la vida y que explican en buena medida los elevados niveles de endeudamiento de la población que, de acuerdo a datos recientes del Banco Central, alcanzaron en el último trimestre de 2019 cifras récord que representan el 75% de los ingresos disponibles de los hogares chilenos[5].

En estas condiciones crece la sensación de agobio y malestar. No es casualidad que la consigna “No son 30 pesos, son 30 años” haya sido de las primeras que vio nacer esta revuelta. El pueblo chileno acumuló rabia, indignación, frustraciones durante décadas, hasta que el alza del pasaje del tren subterráneo fue el detonante de un terremoto social que, entre otras cosas, ha marcado el fin del consenso neoliberal en el país que fue su cuna y que era hasta hace poco un “modelo ejemplar”.

Nueva composición social y límites de las izquierdas

Mirando el aumento de la conflictividad social en las últimas dos décadas (resistencia mapuche, luchas por la educación y las pensiones, huelgas de trabajadores subcontratadxs, paralizaciones de profesorxs primarixs y secundarixs, conflictos socioambientales, movilizaciones feministas), se aprecia que el estallido de octubre sucede al interior de un ciclo de impugnación al neoliberalismo que viene intensificándose, pero que hoy determina un punto de inflexión que supera momentos anteriores de contestación debido a su magnitud y composición social. Lo que aparece como novedad es que en esta ocasión no son grupos específicos de la sociedad los que se rebelan, sino que, por primera vez en la historia reciente, es una mayoría efectiva de la población -que va desde los sectores populares más golpeados por la exclusión y la desigualdad hasta frágiles sectores medios que experimentan la precarización de sus condiciones de vida-, la que sale a las calles en forma espontánea y con una fuerza y radicalidad insospechadas.

Por otra parte, a diferencia de otros procesos de movilización de este periodo, que fueron conducidos por actorxs sociales organizadxs y con capacidad de convocatoria, la nota predominante de este estallido es su carácter espontáneo y la inexistencia de líderes identificables. La ausencia de banderas de partidos o grandes movimientos políticos en las concentraciones, pareciera significar que la inmensa mayoría de quienes participan no proviene de organizaciones políticas tradicionales, ni pertenece a las culturas militantes de la izquierda histórica. En cambio, la presencia de las banderas mapuche ha sido muy significativa, así como la pañoleta verde que simboliza la lucha por el acceso al aborto y, también, las banderas y camisetas de los principales equipos de fútbol. Esto revela que en Chile, al igual como ha sucedido anteriormente en varios países latinoamericanos y caribeños, se están agotando los modos tradicionales de la política, demostrando con claridad la incapacidad y los límites que tiene la democracia representativa para canalizar las aspiraciones de las mayorías sociales.

Esta revuelta ocurre en un momento en que las formas clásicas que articularon al movimiento obrero, al campo popular y a las clases medias en el siglo XX -sindicatos, partidos de la izquierda histórica y de centro-izquierda- han experimentado procesos de desfonde y vaciamiento, explicables por una conjunción de factores que van desde las transformaciones en la composición y estructura de la clase trabajadora -que han mermado las organizaciones sindicales-, hasta la colusión de las elites políticas, incluyendo a las de centroizquierda, con los intereses empresariales que ha terminado por deslegitimar al sistema y a la clase política en su conjunto. Sobre este fondo, que viene configurándose desde hace varios años, la situación abierta por el estallido social de octubre dejó todavía más en evidencia los límites de las izquierdas partidistas, y en particular los del Frente Amplio[6] (FA), para canalizar las demandas sociales y desarrollar nuevas formas de hacer política. La joven agrupación de izquierda, en vez de actuar como un agente articulador de la lucha social, ha terminado siendo parte de las prácticas políticas que se proponía superar. La firma a puertas cerradas de un acuerdo para cambiar la Constitución Política del que fueron excluidos los movimientos sociales y el apoyo de un grupo de diputadxs frenteamplistas a un paquete de leyes represivas impulsadas por el gobierno de Piñera, fueron duramente criticados, provocando un contundente rechazo del FA en buena parte de los sectores organizados que participan en la movilización.

Así las cosas, esta irrupción popular, que es expresiva de las conflictividades sociales nacidas de las nuevas formas de desigualdad producidas por el neoliberalismo, no encuentra lugar en las izquierdas partidistas tradicionales y estalla por cauces distintos, con lógicas nuevas y, también, con identidades, imaginarios y deseos de nuevo tipo, lo que hace imposible encasillar lo que está ocurriendo con las categorías y polaridades que permitieron comprender la lucha de clases en el siglo XX. El pueblo que está en las calles es heterogéneo en su composición social y generacional, representa las nuevas formas de trabajo y las nuevas exclusiones provocadas y agudizadas por la modernización neoliberal, así como nuevas subjetividades moldeadas por las promesas de integración social por la vía del ingreso al mercado laboral, de la educación terciaria y del consumo, y, muchas veces, por la frustración de estas expectativas, irrealizables bajo las condiciones de precariedad e inseguridad que imperan. Se reúnen en las movilizaciones estudiantes secundarixs y universitarixs, jóvenes profesionales precarizadxs, pobladorxs de barrios periféricos, sectores de una frágil e inestable “clase media”, barristas de fútbol (símbolo de la juventud popular y estigmatizada), trabajadorxs asalariadxs calificadxs y no calificadxs, jubiladxs y adultxs mayores, oficinistas y trabajadorxs de apps, entre otrxs. La condición compartida por este conjunto abigarrado de grupos sociales es la precariedad experimentada en mayor o menor grado, sentida como amenaza o vivida como realidad efectiva, la indignación ante los abusos de la élite económica y política y un rechazo transversal a la política institucional.

Esta mayoría social que ha salido a las calles da cuenta de la emergencia de un pueblo gestado por largos años al interior de una de las experiencias más radicales del neoliberalismo a nivel global. Su aparición ha desbordado completamente al sistema político y a las organizaciones que tradicionalmente canalizaron los intereses de las clases subalternas y marca un antes y un después en las luchas antineoliberales en Chile: el momento en que es una mayoría la que se levanta para reclamar otro tipo de vida y, con ello, otro tipo de sociedad. En esto radica la potencia de esta revuelta y los desafíos que impone en términos políticos para una izquierda que no está anclada en estos nuevos actores, ni en sus conflictos ni en sus subjetividades[7].

Una rebeldía expansiva. El feminismo y la revuelta

Un elemento sobre el que quisiéramos llamar la atención de manera particular tiene que ver con el lugar que el feminismo ha ocupado en este momento de revuelta y en la producción de una sensibilidad rebelde que se expande por cada vez más espacios sociales. Lo ocurrido con la performance del colectivo Las Tesis es una excelente muestra de ello. Desde Santiago a Ciudad de México, del Wallmapu a Rojava, pasando por Libia, India, Grecia y Turquía, así como por numerosas ciudades de América Latina, Europa y Estados Unidos, el grito de rebeldía de las mujeres y disidencias sexuales se escuchó fuerte y claro a lo largo del mundo. La rapidez con la que se diseminó esta protesta, la magnitud que alcanzó y la resignificación que se hizo de ella en diversas localidades, así como la masividad, transversalidad y coordinación descentralizada pero efectiva de las huelgas del 8 de marzo de los últimos años, o de manifestaciones contra la violencia machista y por el derecho al aborto que se realizan simultáneamente en distintos países, son hechos que dan cuenta de hasta qué punto en la actualidad el feminismo se erige como una nueva fuerza internacionalista, anticapitalista y antipatriarcal.[8]

Sin embargo, junto con esta dimensión visible a escala global y local, la emergencia feminista contemporánea tiene impactos en otros niveles que vale la pena retener en tanto que están resignificando y profundizando el llamado que a lo largo de la historia ha hecho el feminismo. La politización de la vida cotidiana, los procesos de desnaturalización de prácticas sexistas discriminatorias, la capacidad de nombrar distintas clases de violencia y de identificar las estructuras de poder que las producen son algunos de los nudos claves, así como el fortalecimiento de la acción colectiva que saca a las mujeres del confinamiento privado, de la culpa y de la posición de víctimas y amplía el campo de lo político, generando transformaciones en el conjunto la sociedad. El estallido de octubre en Chile se inscribe en esta dinámica, pues si fuera posible sintetizar en pocas palabras el movimiento que se ha producido en estos meses de revuelta, diríamos que se trata de un pasaje generalizado del malestar privado e individual a la revuelta colectiva, de un momento en que aquellos sufrimientos que se habían vivido en el encierro doméstico, con culpa y en soledad, se instalan en el espacio público, se comprenden como social y políticamente producidos y se despierta una voluntad de lucha y el reconocimiento mutuo entre quienes comparten experiencias, sentimientos, temores y esperanzas comunes. Tránsitos que van de la victimización despolitizadora a la acción que produce política, de la culpa a la demanda, de la resignación a la desobediencia han sido motorizados principalmente por el movimiento feminista en el Chile de los últimos años. Las multitudinarias concentraciones contra los femicidios bajo el lema NiUnaMenos y las movilizaciones estudiantiles del llamado “Mayo feminista”, por ejemplo, han desencadenado no solo una sensibilización general respecto de la violencia machista y el abuso sexual en contextos laborales y educativos, sino sobre todo una disposición al desacato de los mandatos patriarcales y a la rebeldía ante la arbitrariedad, la discriminación y las injusticias aceptadas como naturales hasta hace no mucho tiempo atrás. Sin ir más lejos, el estallido de octubre estuvo antecedido por la Huelga Feminista del pasado 8 de marzo, cuando cerca de 500 mil mujeres y disidencias repletaron esa misma plaza -rebautizada como “Plaza de la Dignidad”- que hoy es copada por la sociedad en su conjunto. Estos no son, y es preciso remarcarlo, hechos desconectados.

Desde este punto de vista, puede apreciarse el trabajo subterráneo de un feminismo que opera al interior del cuerpo social y que interrumpe las relaciones políticas y sexuales desde diversos espacios de manera simultánea, contribuyendo a suscitar las fuerzas y energías necesarias para que el malestar privado, transformado en revuelta colectiva, se convierta en una disposición de masas. Por esto, más allá de las consignas que predominan, la sensibilidad que el feminismo ha despertado en la sociedad atraviesa de una punta a otra la rebelión del pueblo chileno que hoy se ha declarado en rebeldía.

Horizontes: autonomía política y democracia

Por estos días Chile exhibe un nuevo rostro y atrás queda la imagen de un neoliberalismo triunfante, hegemónico en lo cultural y lo político, así como la de un pueblo alienado por el consumo y desinteresado en los destinos colectivos. Emerge una sociedad desobediente, sobre todo un universo de jóvenes que ha hecho del desacato una forma de habitar el presente. En los saltos a los torniquetes del tren subterráneo que inauguraron estas jornadas, en el desafío frontal a las fuerzas armadas y carabineros, y en todas las formas de irreverencia hacia lo establecido que han poblado estos más de cien días de revuelta, asoma una generación sin miedo, consciente de la desigualdad de clases y que ha sido capaz de contagiar su rebeldía al conjunto de la sociedad.

En lo inmediato, las movilizaciones han logrado copar la agenda política y reinstalar los grandes temas en los que se juega una transformación estructural del sistema, abrir la puerta a un proceso de cambio constitucional y notificar a las elites políticas y empresariales de que el neoliberalismo ya no cuenta con la adhesión conforme de un pueblo obediente. Por otro lado, no podemos dejar de denunciar la brutal represión desatada contra el pueblo movilizado, constatada por todos los organismos de derechos humanos que han realizado misiones de observación en el país y que ponen en tela de juicio el carácter democrático y la legitimidad del gobierno de Sebastián Piñera. Las cifras son impactantes: más de 5500 querellas por violaciones a los DDHH, entre las que se cuentan denuncias por violencia sexual y por tortura. La práctica recurrente de la policía de disparar escopetas antimotines al rostro de lxs manifestantes ha provocado más de 350 lesiones oculares y ha dejado a dos jóvenes completamente ciegxs. Lxs muertos ya superan la treintena y lxs heridxs y presxs se cuentan por miles. Esta magnitud de violencia estatal/empresarial no se registraba desde los años de la dictadura militar y muestra sin disimulo hasta dónde la clase dominante está dispuesta a llegar para impedir las transformaciones sociales demandadas.

Hacia adelante uno de los mayores desafíos que se abre es el de la creación formas de organización colectiva capaces expresar los intereses de esta mayoría social que ha saltado a las calles y de acumular fuerza suficiente para enfrentar políticamente las batallas que se vienen. En este sentido, las asambleas y cabildos que durante estos meses se han multiplicado a lo largo del país nos parecen de los espacios políticos más significativos. El que miles de personas, muchas de las cuales por primera vez son parte de una movilización social, se hayan reunido a deliberar, a hacer diagnósticos participativos de los problemas sociales más urgentes y, también, a elaborar soluciones y propuestas, es un ejercicio democrático radical para un país como Chile. En el fondo, lo que se cifra en estos procesos  comunitarios es una lucha por recuperar el poder de decisión sobre los destinos de la vida colectiva y contra la captura neoliberal de la democracia, pues si algo ha provocado el neoliberalismo, además de la abismante desigualdad, es una colonización cada vez mayor de los procesos de reproducción social  y una continua desposesión de los grupos subalternos en términos políticos: un bloqueo de su poder de decisión, una exclusión de sus intereses y un desarme de sus instrumentos de acción colectiva.

En el escenario abierto, la consolidación de la autonomía política de esta fuerza popular que ha irrumpido y la maduración de un nuevo proyecto histórico anticapitalista son desafíos tan complejos como necesarios. Sabemos que en ese derrotero las temporalidades son heterogéneas y que no hay atajos posibles. Por lo pronto, lo que queda claro es que esta revuelta inaugura un nuevo capítulo en las luchas sociales contra el neoliberalismo en Chile, uno protagonizado por un pueblo dispuesto recuperar la vida robada por el capital y a luchar, como dice una de sus consignas más conmovedoras: “hasta que valga la pena vivir”.

 

[1]Algunos análisis del Chile actual así como de los efectos políticos de la modernización neoliberal pueden encontrarse en Carlos Ruiz y Giorgio Boccardo, Los chilenos bajo el neoliberalismo. Clase y conflicto social, Santiago, El Desconcierto-Nodo XXI, 2014 y Carlos Ruiz, La  política en el neoliberalismo. Experiencias latinoamericanas, Santiago, LOM Ediciones, 2019.

[2]Ver Informe Panorama Social de América Latina 2019 de la CEPAL               https://www.cepal.org/es/publicaciones/44969-panorama-social-america-latina-2019

[3]Datos tomados del Banco Mundial https://datos.bancomundial.org/indicador/SI.POV.GINI?locations=CL         

[4] Datos tomado del informe de la Superintendencia de pensiones, marzo 2019 https://www.spensiones.cl/portal/institucional/594/articles-13798_recurso_1.pdf

[5] Banco Central de Chile, “Cuentas Nacionales por Sector Institucional. Tercer Trimestre 2019”. https://www.bcentral.cl/areas/estadisticas/cuentas-nacionales-institucionales.

[6] El Frente Amplio es una coalición de partidos y organizaciones políticas de izquierda constituida durante el año 2016. Entre sus miembros, reúne a importantes ex-líderes del movimiento estudiantil que hoy son diputadxs de la República.

[7]El sociólogo Carlos Ruiz ha planteado la situación en los siguientes términos: “Usaría la siguiente figura: hay un pueblo nuevo, que es el que construyó el neoliberalismo, que no es el pueblo del siglo XX […] Y es un nuevo pueblo sin izquierda[…] Y     también es una izquierda sin pueblo […] Es una izquierda sin                política de masas”. Ver: https://www.guionb.com/entrevistas/carlos-ruiz-la-izquierda-chilena-no-tiene-proyecto/

[8]  En La potencia feminista o el deseo de cambiarlo todo (Buenos Aires, Tinta Limón, 2019), Verónica Gago realiza una estimulante lectura de la fuerza de los feminismos contemporáneos a partir de la experiencia acumulada en el proceso de organización de las recientes huelgas del 8 de marzo en Argentina

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