Casa de palos // Diego Sztulwark

Casa de palos es una película argentina recién estrenada, filmada justo antes de la pandemia. Acabo de verla y no quisiera dejar escapar lo que no pude dejar de pensar al verla. Trato de apresar una idea que -como diría Alain Badiou- “visita el film”. Una idea rara e interesante, que intento fijar de manera apretada, como si fuera el título de algo a desarrollar: “la naturaleza como teatro en el que el cuerpo humano es atrapado por unos celos no humanos”.

Durante el día y la noche, el bosque y sobre todo la casa hecha de palos del bosque, son tomados por un indetenible y misterioso sarpullido de signos ominosos. La hija adolescente de la familia está en trance, casi zombi. El bello perro que había desaparecido, reaparece con rabia, producto de una herida de murciélago. El hijo es herido por el perro rabioso. La casa es poblada de grietas, huellas macabras y tarántulas. Una presentación tormentosa de la naturaleza, que parece querer hacer valer sus derechos sobre la fragilidad de la vida humana.

En el bellísimo estudio sobre cine, La imagen tiempo, Gilles Deleuze escribe unas líneas sobre el papel del cuerpo en el pensamiento: es por medio del cuerpo que el pensamiento alcanza lo impensado, es decir, la vida. No es que el cuerpo piense, sino que es lo que fuerza a pensar eso que escapa al pensamiento. Y las categorías de la vida son las actitudes y posturas del cuerpo. Pensar es aprender lo que puede un cuerpo. Si hay un spinozismo del cine, estaría en las actitudes del cuerpo las que pone al pensamiento en relación con el tiempo.

El cuerpo arrebatado por las fuerzas enloquecidas de la naturaleza. Los dialogos apenas aportan algo. Todo se juega en la capacidad de elevación los sentidos: ver, oír. Incluso intuir. La naturaleza como fenómeno atmosférico, conflictivo, prepara la más violenta conversión de los cuerpos vivos sobre la base de una común animalidad hombre/Lobo.

¿Porqué celos? El citado Spinoza, que tenía el proyecto de comprender las pasiones sin juzgarlas, definía los celos como el “odio a la cosa amada unido a la envidia”, en la que el odio surge de imaginar a la “cosa amada” unida más estrechamente “a otro”, un tercero, induciendo en quien imagina una violenta fluctuación que va del amor al odio, sumado a la imagen de la unión de la cosa amada con el tercero envidiado. En los celos, la imaginación comunica su violencia a percepción. Se trata de captar un fenómeno oculto a partir de signos mínimos. Pero en Casa de palos, los celos no son humanos. Y no es Spinoza, sino Nietzsche el pensador invocado.

La cultura, dice Nietzsche, no es más que el intento de criar un animal: hacerle una memoria al humano, una capacidad de prometer. Neutralizar la espontánea facultad
de olvido, propio del animal bio-cósmico. Hacer cultural es adquirir una “activa memoria de la voluntad”, un disponer de antemano del futuro. Al humano le ha costado siglos de sangre y dolor convertirse en ese ser calculador y calculable, materia adecuada para la moral y el derecho.
La casa de palo presiente la fragilidad de esta humanidad, muy evidenciada en la pandemia. Fuerzas inescrutables golpean a la puerta. Nietzsche enseñaba que toda cosa vive expuesta a ser dominada por voluntades más poderosas. El arte más exigente es el del diagnóstico del presente. Captar el modo en que cierta voluntad de poder interpreta el mundo del que se apodera. Descifrar en jeroglíficos, leer en las nuevas funciones y sentidos, la calidad de las fuerzas que sobre la vida se enseñorean.

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