Argumentos de la fiebre. Segunda entrega de Esquirlas del miedo // Marcelo Percia

Se llama esquirlas a las astillas desprendidas de un cristal, de una piedra, de un metal, de la vida común detonada.

Estos tiempos necesitan argumentaciones que ayuden a entender e interpretar lo que está pasando, recomendaciones que ayuden a actuar, cercanías y confianzas que ayuden a estar, decisiones de gobiernos que cuiden.

También necesitan pensamientos espasmódicos, contracciones de ideas que duelen,  argumentos inacabados de conversaciones por venir.

Los fragmentos que siguen intentan esto último.

 

Un virus que mata logra, por el momento, parar un mundo que marcha hacia el desastre.

Logra lo que hasta ahora nada pudo: frenar la desidia de un modelo económico cruel y violento, que extrema las desigualdades y que está destruyendo el planeta.

 

De repente, se amanece con deseos de semilla. Semilla no como plan concentrado, sino como impulso hacia lo no sabido ni imaginado.

 

Una sola letra distingue estar cercanos de estar cercados.

Una sola letra distingue sueños de dueños.

Entre el sentido común y el sentido de lo común flotan galaxias.

 

No se sabe, no se puede imaginar, cómo sigue la vida después del virus. Pero, sí se sabe que no se quiere morir así: sin un beso, sin una caricia, sin el último abrazo. Sin el común dolor de cercanías que se despiden para siempre.

 

Escrutando, en el abismo de estos días, no se hayan reflejos de una figura propia, personal, identificable; se entrevén tramas de sensibilidades que tiemblan, se atraen, se despedazan, en las aguas borrosas de la historia.

 

Si no se puede otra cosa, la sesión clínica por teléfono sin imagen ayuda a sumergirse en la voz. A entregarse a una llamada, a una palabra, a tonos que se apagan y a cadencias que sorprenden.

Un momento de análisis puede acontecer en cualquier parte si se encuentra con una disponibilidad que escucha en estado de demora. Que asiste al vértigo de un silencio que solicita una señal de presencia, para no caer.

 

El problema no reside en la sociedad de control y vigilancia ni en las clases virtuales. El problema, aquí y ahora, consiste en el hambre, en la brutalidad policial, en los muchachos a los que “les tocó la hora de ganar menos”.

 

Hablas del capital tambalean desquiciadas.

Naciones poderosas luchan entre sí para acaparar barbijos y respiradores.

Francia acusa a Estados Unidos de comprar en aeropuertos chinos (al contado y a un precio cuatro veces superior) tapabocas destinadas a Europa.

 

Estadounidenses se protegen de las consecuencias del virus. Autorizan a funcionar tiendas de alimentos, de medicinas, de armas.

Aumenta la venta de rifles, pistolas, municiones y cuchillos.

 

Normalidades niegan, disfrazan, desestiman, cualquier cosa que las desestabilice.

Postulan que sigamos con la vida normal desde nuestras casas: que trabajemos, estudiemos, cumplamos años, hagamos el amor, nos analicemos, asistamos a un recital, estando en línea.

Nos encontramos ante la inesperada oportunidad de no seguir una vida normal, de no actuar como si no estuviera pasando nada.

Nos encontramos ante la oportunidad de no normalizar el sinsentido de correr hacia ninguna parte.

De no encubrir la visión de la desigualdad, de la concentración de riquezas, de la destrucción del planeta, de las violencias y crueldades, de las guerras coloniales y financieras.

Estamos ante la oportunidad de una común demora, de una común detención, de una común angustia. De una común convicción de que “Esta normalidad no va más”.

Aunque no propongamos ninguna otra.

 

Cerrar el día, entrar en la noche, amanecer otra vez, andar en un círculo cerrado: sucedía así antes, pero colosales distracciones ayudaban a olvidarlo.

 

En tiempos de tormentas, catástrofes, epidemias, urgen conducciones.

Pero, no como el descollante papel que asume un liderazgo fuerte, sino como diferentes posiciones por las que pasan sensibilidades que, en momentáneos entramados, pueden conducir fuerzas del común cuidado.

 

La cuarentena reduce lo aleatorio. La ciudad como reserva de imprevistos deseados.

 

No crecen los infectados. No se trata de infectados, sino de vidas que padecen una infección.

No expresa lo mismo si se dice invadidos, corrompidos, emponzoñados, que si se dice receptividades afectadas.

No expresa lo mismo si se dice contaminados, que si se dice inocencias afiebradas que temen contagiar, que se ahogan, que pueden morir.

Resistir lenguajes de la crueldad, tecnicismos que anestesian dramatizando, la vida y la muerte traducida en gráficos estadísticos.

 

Si se percibe lo que está pasando, cuesta no enfermar de miedo.

El miedo enferma cuando calla, niega, rebasa. Cuando se complace de sí. Cuando desespera y no se cuida. Cuando adhiere a todos los desastres. Cuando solo piensa con miedo. Cuando no ríe entre cercanías que se gustan.

 

Se extrañan barullos de voces superpuestas. Algarabías que se aproximan con ganas. Encuentros súbitos. Seducciones de una sola mirada. Roces accidentales. Sudores que se mezclan. Alientos que no dañan. Temores habituales. Sin contar otras cosas que ya se están sabiendo.

 

Las etiquetas yo me quedo en casa y nos cuidamos entre todos comienzan a servir como argumentos de venta y autopistas de consumo para muchas empresas. El mercado de los cuidados aprovecha al yo y al entre todos.

El común cuidado necesita inventar una lengua que las hablas del capital no puedan absorber.

 

Cuidar a quienes cuidan con barbijos, guantes, trajes, alcoholes, salarios. También con demoras en las que cada cual pueda contar qué le está pasando. Sin negaciones ni temeridades. Sin pánicos ni alarmismos. En confianzas que socializan astucias que ayudan a seguir viviendo.

 

El sentido común quiere que esto termine pronto y se adapta para seguir sin detenerse a pensar el mundo.

Negaciones engendran fanatismos.

La común curiosidad decide demorarse en lo que está pasando, aun sin saber cómo alojar lo que se siente.

Ese común no saber abraza soledades.

 

Hoy la medicina está pasando por un momento transitorio de poco saber.

Como estamos siempre quienes asistimos aflicciones de la vida en común.

Poco saber no equivale a saber poco, alude a lo ilimitado, inalcanzable, inconcebible del saber clínico.

Estar en posición de poco saber previene omnipotencias, soberbias, individualismos profesionales.

 

En algún momento estas preguntas pasan por la cabeza: ¿Estoy viviendo los últimos días? ¿Los astronautas me van a sacar de mi casa? ¿Saldremos de esto?

A veces, la cabeza no dice nada, duele callada.

 

Cuando la memoria de los besos se borre, el deseo de lo común carecerá de sentido.

 

Alejandro Kaufman piensa que para el capitalismo las vidas que hablan cuentan lo mismo que para el póker las voluntades que juegan. Al póker no le interesa quienes participan de la partida, le da igual quién gana o quién pierde.

De la mesa del capitalismo nadie se puede retirar.

 

La cuestión más difícil no reside en las incertidumbres por venir, sino en soltar las certezas del hasta ahora.

 

El gobierno de México emite una Guía Bioética de Asignación de Recursos de Medicina Crítica. Da este ejemplo. Hay dos pacientes: A tiene 80 años y B tiene 20 años. Se dispone de un solo respirador. A puede vivir 7 años más, mientras B 65 años más. El respirador corresponde a B.

Se presenta la condena como cálculo racional, la indolencia como asignación de recursos, el consentimiento con la crueldad como razón de fuerza mayor.

No se concibe ni se imagina la posibilidad de una común decisión amorosa y solidaria entre sensibilidades que padecen.

 

Desamparos tutelados por el pánico, en la desesperación, se envalentonan levantando banderas fanáticas.

Fanatismos de la prevención señalan, desprecian, estigmatizan.

 

Se vive un presente pleno que cierra sus fronteras amenazas.

Los días pasan sin que pase nada.

Se asiste a la inminencia de que está por venir lo peor.

¿Cómo preparar el común cuidado para ese momento?

 

Cuidar a quienes cuidan. A quienes se disponen a acompañar duelos sin despedidas.

 

Sensibilidades que tienen casa, agua y jabón, alimentos, algún dinero, amorosas distancias conectadas, tiempo para ver películas, leer un libro, remover la tierra de una maceta, rescatar una foto vieja, se declaran privilegiadas.

El privilegio de transcurrir las horas sin premuras.

 

Tras años de atener consultas de las aflicciones del vivir, sensibilidades que se entregan a cuidadosas demoras, aprenden a visitar casi todas las afecciones, incluso las de la felicidad.

 

La negación protege inmovilizando lo negado.

 

Hablar todo el tiempo del virus cansa, aburre, fastidia. La tácita presencia del miedo, el modo callado de saberlo, las formas amables de distraerlo, se presentan como tretas de una común evasión que reconforta.

 

La disyuntiva no se presenta entre salud y economía, sino entre la mera vida y el común vivir.

 

Cuesta contar con el tapabocas puesto cómo nos estamos sintiendo, si dormimos o no, si tenemos miedo, o si nos pasa algo que no sabemos explicar.

 

No está de más decirlo otra vez: uno de los mayores riesgos después del virus y del desamparo, reside en ahogarse en el auto padecimiento.

 

Vivimos tiempos en los que urge estar aunque no se sepa cómo.

 

 

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