A Mariela Laudecina, las olas… // Manuel Ignacio Moyano

No estoy en mi casa. Mis libros están lejos. La última vez que la vi, le busqué sus dos últimos publicados. En barrio Ducasse, la puerta roja. Bajé del auto, la pandemia estaba a pleno. Yo me iba de viaje en dos semanas. No encuentro la frase. La frase perfecta no existe. Hablamos en la puerta alrededor de media hora. No me quería acercar mucho por miedo a que le pasara algo. La fiebre que tuvo todo ese año la había hartado. La frase perfecta no está hecha a la medida de Mariela. Ella era poeta, de versos perfectos: para ella las frases estaban rotas. Era intensa. Dejé sus libros en el asiento del acompañante y manejé. Leí a los días su Leeme que me gusta. Me quedó sin leer el que escribió sobre la Carrington.

Ahora, que no tengo sus libros, porque están en mi biblioteca guardada en bolsas de consorcio, donde tengo los suyos publicados, ahora, la leo como de memoria. La poesía de Laudecina era furiosa y tierna. Su forma de mirar también. Había momentos en que te pulverizaba con los ojos, con una cara de orto impresionante, y de golpe sacaba una carcajada de otro lugar y revivía toda la escena, la cambiaba. Una vez, me escribió sin que nos conociéramos. Me dijo que había leído un poema mío de cuando era niño. Me dijo que si me interesaba publicar, que ella estaba empezando a dirigir una colección en una editorial independiente. Le mandé una novela que había estado trabajando. Al tiempo, cuando fui a Córdoba, ya me había mudado a Buenos Aires, nos juntamos en su casita de Ducasse. Había leído la cosa y la destrozó, con dulzura. Por suerte nunca la publiqué. Me regaló sus tres primeros libros y a la hora de que me fui, me mandó un mensaje: ¿y? ¿Qué te parecieron? Le dije que solamente había leído Tomo las decisiones con los pies y que me había gustado, pero había dos palabras con las que no estaba de acuerdo. Me preguntó cuáles eran. Una no me acuerdo, la otra era pirulos. O algo así. Le dije que para mí esa no era ella. Me dijo que esas dos palabras se las había escrito Vicente Luy. Me sentí un buen lector: podía diferenciar dos mundos poéticos que me fascinaban, aunque por motivos distintos. Ella se alegró.

Mariela era una bruja. Sus poemas eran brujeriles, encendían alianzas. Para editar sus poemas, tiraba el Tarot. A mí, como a muchas y muchos más, nos tocó de alguna manera para escribir, empezar o seguir, da lo mismo. Leí el resto de los libros y seguí comprando los que iba publicando. Me gustaban más cuando salían de eso reconocible como poesía de los 90 y se adentraban en el bosque, se perdían, soñaban y decían cosas del más allá. Lo dije: era una bruja. Sus palabras estaban sobrecargadas por una fuerza extraterrenal. Su brujería era cósmica, creo que podría haber disfrutado ver a alguien teniendo miedo y placer mientras la leía, un goce que venía de lo que no se sabe ni se entiende pero está ahí, y no. Eso eran sus poemas, sus relatos, su novela. Había algo ausente, una mística llena de horror y encanto. Estoy convencido de que los versos, porque ella estaba toda hecha de versos, versos que eran olas rotas, esos versos tenían un hueco en el medio. Ahí te metía. Y la podías ver bailando, con un vestido floreado, su mirada sensual, cara de orto, carcajada, grito, puteada, su pelo larguísimo cayendo como la cabeza de Medusa, porque sus poemas eran víboras, llenas de goce y pecados originales, curvadas, bailaba y cantaba, te quería… De alguna forma muy rara, te tiraba encima todo su amor negro y hacía que la amaras. Porque como un imán, Mariela escribía para que la amaras. No soportaba lo contrario. Sé que a ella no le gustaba, pero en eso se parecía a Marguerite Duras.

Se fue por el mismo agujero que cavó en cada uno de sus poemas, lleno de furia vital. Nos espera para bailar, dada vuelta en el ojo ciego de sus profecías, como una niña ancestral, para bailar como ella: entre las olas, las cachetadas y los abrazos.

Hasta siempre, hasta nunca, Mar. No te preocupes, vamos a cuidar al Luis y te vamos a leer, hasta alcanzarte alguna vez.

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