Bajo el peso de la realidad estallada (Serie: La verdad y las muertes políticas) // Diego Sztulwark

 

… eso nos falta, comprenderlos, por qué lo hicieron, es decir, no las explicaciones generales, esas ya las sabemos más o menos, sino entender a las personas, a Juan, a María, es lo que no alcanzo a comprender…

Carlos Iván Degregori

Se reconoce una vida política por un cierto potencial cognitivo que le es propio. Toda insubordinación arroja luz y desmitifica zonas veladas del orden evidenciando hasta cierto punto lo arbitrario de su fundamento último: la abusiva pretensión de erigirse por sí mismo en garante de la unidad y la consistencia de la existencia de los muchos. Al deslegitimar esa pretensión, toda rebelión política adquiere una dimensión existencial, puesto que debe asumir el riesgo de muerte que pende sobre quien desestabiliza las razones últimas en las que se sostiene la compulsión general a la obediencia. Esto nos coloca frente a la difícil cuestión de las muertes políticas, no como meras víctimas sino como compendio libertario de saberes peligrosos y problemas irresueltos que un tiempo histórico prefiere acallar. De allí la naturaleza disyuntiva de estas vidas violentamente interrumpidas. Las muertes políticas –Santiago Maldonado, Rafael Nahuel– envuelven en sí mismas las palabras, las preguntas que el orden necesita evitar (neutralizar, suprimir, desprestigiar), con la sola finalidad de seguir funcionando. Y la función del orden, cada vez más, es la apropiación de la crisis como norma, la administración de la excepción como asiento último y más firme de su perpetuación.

Se comprende entonces que cada una de estas vidas interrumpidas violentamente sea de inmediato sometida al olvido, incluso si este se alcanza a través de los dispositivos industriales de la memoria. No hay un saber del orden –los saberes de Estado– que no se organice en torno a la prohibición de desplegar la verdad que las muertes políticas implican. Peritajes, informes forenses y de inteligencia se trenzan con homenajes y grandes alusiones morales, a fin de esterilizar el desarrollo de saberes emancipatorios.  Esto plantea la cuestión antagonista de cómo continuar, en el orden de la investigación y la escritura, con aquel desafío que cada muerte política deja sin desplegar. Problema sin respuesta fácil, dado que la escritura que se propone un continuo tal no puede autorizarse en la apropiación de un sentido que emane de aquella vida política interrumpida, sino que debe politizarse ella misma asumiendo sus propios riesgos. La politización de una escritura que pretende redimir unos posibles vitales frustrados deviene inseparable del descubrimiento de la función poética, es decir, de las operaciones que permiten que el lenguaje singularice una vida, eludiendo y traspasando los límites de un pensamiento acobardado que claudica cuando acepta los clichés interpretativos del orden: criminalización, patologización, victimización, romantización.

La función poética tiende, por el contrario, a establecer las conexiones posibles entre el archivo y el propio inconsciente de la escritura (una forma no estatal de la memoria) asomando al vértigo de la nada, esa insignificancia que amenaza a los cuerpos y los condena ora al olvido ora a la indignidad del mito de lo heroico, borrando y sustituyendo lo que las existencias políticas sintetizan, y cancelando el principal desafío de este tipo de escrituras: retomar sobre sí la naturaleza de campo de batalla a punto de perderse con la aniquilación de la vida política en cuestión. Dos libros –Persona, de José Carlos Agüero (Fondo de Cultura Económica, Lima, 2017) y El gesto absoluto. El caso Pablo Molano: una muerte política, de Santiago López Petit (Pepitas ed., Logroño, 2018) –, realizan de modo diverso este ejercicio ejemplar.

 

  1. ¿Puede escribir un hijo de terroristas?

 

El silencio que queda entre dos palabras no es el mismo silencio que envuelve una cabeza cuando cae.

Roberto Juarróz

José Carlos Agüero, historiador y poeta,[1] escribe sobre sí mismo y sus circunstancias en el punto en el cual escribir es tomar la palabra sobre sus padres militantes, llamados –incluso por él mismo– “terroristas”, aniquilados clandestinamente por el Estado peruano.  Su pregunta, ¿qué se hereda?, lo lleva a cuestionar las retóricas apropiadoras –las del Estado y las de los grupos políticos revolucionarios–escamoteadoras por igual del drama

EL SURGIMIENTO DE SENDERO LUMINOSO
AYACUCHO.
DEGREGORI, Carlos Iván

singular envuelto en esas vidas destrozadas, ocupadas por igual en mistificar los dilemas envueltos en ese acto de destrucción. En su libro Los rendidos, Agüero decía: “Se aprende a convivir con la vergüenza. Tener una familia que para una parte de la sociedad está manchada por crímenes, que es una familia terrorista, es una realidad concreta, como una silla, una mesa o un poema”.[2] Sus padres, Silvia Solórzano Mendívil (1945-1992) y José Manuel Agüero Aguirre (1948-1986), fueron militantes del Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso y asesinados extrajudicialmente.[3] En Los Rendidos –libro anterior a Persona– él buscaba entender a sus padres a partir de notas que escribía desde hacía años en su blog. Escribir para sanar, para comprender, para ensayar una ética a partir de una situación sin salida.[4]

Se escribe para crear un posible ante la imposibilidad traumática de elaborar lo que una muerte política nos arroja al rostro. “Nadie escribe en vano, aunque no escriba desde la claridad”. En el caso de Agüero, en Los rendidos se trata de “re-mirar a los culpables, a los traidores, a los criminales, a los terroristas, y por contraste también a los héroes, a los activistas, a los inocentes y quizá a los que no son nada, a los espectadores, los que creen que son el público pasivo en este                                                                            drama. Y revisar nuestro lenguaje”.[5]

En Persona aborda otra cosa. Si en Los rendidos encontramos un cierto optimismo redentor, en la medida en que el autor creía posible constituir su propia subjetividad rescatando de las pesadillas a unos sujetos –sus padres–,[6] en Persona ya no cree posible partir de aquella presunción sobre la posibilidad de constituirse como sujeto (a partir de la salvación del olvido de otros sujetos). Ahora se impone la constatación de la destrucción. Una mentira solo sostenida en la necesidad de sobrevivir al horror. En la práctica “no logramos conservarnos como sujetos un tiempo mínimo para fundar una historia o una experiencia que pueda ser transmitida o heredada. El cuerpo, el cuerpo mínimo para ser cuerpo, no existe”. No hay como desentenderse de la oscuridad de esta constatación, que no tiene nada que ver con la disolución libertaria de la instancia personal del sujeto de la razón, sino que refiere de modo directo el desmembramiento físico de los sujetos por obra del terror político.

La búsqueda de las trazas del paso de sus padres por la existencia lo confronta con polvos, restos indiscernibles, puesto que se trata de mezcla de cenizas.[7] Son las cenizas de otros seres, y no solo de compañeros de militancia, porque en la masacre de El Frontón mueren senderistas y no senderistas. Agüero busca en su recuerdo y encuentra que “todos los senderistas eran parecidos: muchachos flacos, oliendo a cigarro”. Combatientes dominados por la necesidad de “guardar silencio. Informar. Moverse”. Recuerdos que afrontan las cenizas producidas por los hornos crematorios del Estado destinados a la desaparición de los cuerpos. Cuenta, además, con unas fotos familiares, unas prendas de vestir, una ficha postmortem. “No hay patria que se ofenda de sí misma”, escribe Agüero. Y no la hay porque esos hornos crematorios y los fusilamientos extrajudiciales, junto a los cuerpos peritados y sus respectivos certificados, erigen las verdades constituyentes de todo Estado. Una ficha postmorten, nos dice Agüero, es lo más firme que queda de una vida. Un “mapa honesto”, una “hipótesis de ti”. En los archivos periciales lo que quedará serán “tus dientes”, “más importantes que tus ideas”. La memoria fijada en tus caries.

Cuasi sujetos, individuos que no pueden aspirar a consistencia alguna, apenas un manojo de órganos, reunión provisoria de materia, ficción transitoria: es lo que se es bajo el discurso omnipresente de la tortura. No hay unidad del yo destinado a sobrevivirle. El yo, bajo su luz, no es mucho más que lo que duran las ganas de durar. El esfuerzo por creer y perseverar en una pervivencia sin garantías. El esfuerzo por negar lo que sabemos: que somos una vulnerable articulación de trozos destinados a ser despedazados en cachos de materia orgánica apta para nutrir los diversos ciclos de la naturaleza. La tortura es la versión cruda siniestra de la deconstrucción postmoderna, un saber sobre los fragmentos que subyace a la noción misma de persona. Mientras que “la arqueología se ejerce sobre cuerpos sin tiempo”, escribe Agüero, “la tortura, en cambio, nace con el cuerpo que lo modela. Artesanía del tormento”.

Lo sabemos desde los más tiernos juegos de infancia dedicados a “rearmar criaturas”. Hemos sido educados para “juntar las piezas de lo que somos o fuimos. Como si una piedad ligera del destino nos preparara para cuando nos destruya la violencia”. Aprendimos: “¿Hay un orden correcto? ¿Hay muchas posibilidades de ti? Tu cuerpo no es una necesidad”. Ningún discurso puede otorgar consistencia a la práctica disolvente de la tortura. ¿Quién hablará del torturado y de sus delaciones? No él, cuerpo ya deshecho, boca que ya no tiene labios. Los interrogantes de Agüero son tan acertados como crudos: ¿Lo hará algún ex guerrillero dispuesto a escribir sobre la cobardía ajena cómodamente sentado a un escritorio? ¿Un nuevo ensayo sobre la traición escrito para alimentar la “industria de la memoria”? ¿Un profesor que se lanza a compilar testimonios “en una de los cientos de universidades católicas del mundo”?. El tormento, según Agüero, no obedece a las lógicas de poder que creían saber explicar las filosofías críticas. Se ha vuelto “privado”. No sirve “para vigilar ni para castigar”. Ni se explica por el terror ejemplar, paralizante. “Tampoco es una expresión exasperada del control de los cuerpos, esa red habitual de miradas y coerciones que nos van modelando”. Lo único que podemos aprender de la tortura es que “no hay unidad de un cuerpo garantizada por este orden”.

Todo el aprendizaje se reduce a lo siguiente: “Los cuerpos no son más una certeza. Ni la duración de un sujeto”. El esfuerzo patético de la industria de la memoria por dotar de consistencia lo que el orden destroza contamina todo esfuerzo conmemorativo, y hace de cada recuerdo oficial un acto fingido, siniestro, que mantiene el funcionamiento del terror, su incesante vocación por quebrar la promesa amorosa de continuidad en la que toda vida necesita creer para durar. No hay palabra oficial que no esté subtendida por una pedagogía cuyo propósito no sea “disolver al hombre”: desterrar la unidad de los cuerpos, inscribir una herida de muerte en cada uno.

Ya sin esta promesa –¡vivirás! –, la fuerza emancipadora de los mitos se disipa (esto escrito por un lector afectuoso de Mariátegui). La mistificación se torna ofensa de las vidas cegadas, sustitución de aquellas singularidades, por idealizaciones de diversos signos (“héroes” o “terrucos”). Las victorias militares no otorgan derechos sobre el lenguaje. Los militantes del PCP-Sendero Luminoso “no son portadores de la visión de los vencidos”, y “ser vencido no es argumento para solventar un valor. Tampoco ser victorioso”. El desenlace de un conflicto armado, reflexiona Agüero, no dice nada sobre el contenido ético de los proyectos político-militares en cuestión. La narrativa del vencedor es particularmente peligrosa puesto que contiene la semilla de la venganza (“Te salvaré cuantas veces sea necesario. Te cuidaré. Y te contaré cómo lo hice”). Esta desconfianza por el lenguaje de la guerra se extiende a aquella que se sostiene en “grandes conceptos” que solo muerden la insignificancia. Sus padres y sus compañeros querían pasar a la historia y lo han logrado, pero esa historia vino de un modo inesperado, aunque no imprevisible, como “muerte y dolor”.

Si algo conmueve de la escritura de Agüero (y hace que uno quiera seguir leyéndolo, aún cuando su idea sobre el perdón parezca inapropiada para alguien politizado en las luchas y las narrativas argentinas) es su renuncia a la auto indulgencia. Para empatizar con sus padres comienza por desaprobar muchas de sus acciones y creencias, no los reivindica. Y no porque incurra en el anacronismo mezquino de juzgar desde afuera, desde el exterior de la experiencia histórica que permitiría entenderlos, sino porque asume en la escritura y sin renegaciones que sus preguntas y valores son radicalmente diferentes. ¿Había otra posibilidad más inocente para ellos? La interrogación no se dirige tanto a sus padres, que ya no están, como a él mismo. ¿Qué hubiera sido de él con otra historia? ¿“La culpa se hereda”? De allí parten algunas de sus preguntas que encuentran su resonancia en otras similares que también se han formulado los hijos de los desaparecidos de la Argentina.[8] Sobre todo esta: ¿De quién es el cuerpo del militante? “Al final, tu cuerpo pertenece a muchos (¿deberías haberlo considerado?)”. Esto lo escribe en relación a su madre. La otra es un poema que hubiera interesado a León Rozitchner. “Vi su primera palabra antes de que fuera una palabra”, “vi su primer sueño completo y fue como soñarlo antes”. Un materialismo ensoñado.

Agüero no acepta ser hijo propietario del legado de un mártir, “su memoria no me pertenece”, escribe. Pero tampoco le pertenece a “la historia oficial comunista”. Ese polvo torturado no debe ser manipulado. Sus biografías parecen no importar a nadie. Ni vencedores ni vencidos reparan en esas vidas sino de modo universal, mistificado, retórico e instrumental[9]. Son parte de un mundo muy amplio de insignificancias. Se ha informado de sus muertes del modo como “se habla de la muerte de un insecto”.

Persona propone un programa “antiheroico”, que supone defender a los muertos de las manos de los puros y de los poderosos, evitar la apropiación mitologizante, suspender la poética cómoda. Impedir la sustitución de las vidas por emblemas románticos, falsos sujetos de causas, reinos de las fantasías. Una persona es “apenas una huella”, “una representación”, “un golpe de vista”, “un mapa de sí misma”. Un programa destinado a hablar de los cuerpos como incertidumbre. Como imperfección. Una narración hecha sin la lengua del orgullo (contra toda exigencia de identidad), como la que ensayan por aquí las ex hijas de genocidas. “Quizá lo único que podemos hacer con humildad, con respeto, es parecernos a los destruidos”, “dejar de medrar a su costa”. “Los restos sin importancia de unos terroristas masacrados están en cajas en la Fiscalía. Esperando su poeta”.

La lectura de Agüero provoca sentimientos encontrados. Por un lado, el encuentro con el coraje de una honestidad intelectual a toda prueba, lo que no es poco decir en un contexto tan adverso como el peruano para todo tipo de ejercicio crítico de la memoria.[10] Uno no quiere que esa voz se detenga. Por otro, una cierta incomodidad ante la imposibilidad del autor –quizás demasiado argentina– de politizar/radicalizar el discurso de los derechos humanos. Desde su óptica, las consignas que han animado al movimiento de los DD.HH. de la Argentina no son interesantes: “Quizá les pase a otros. No lo sé. Pero eslóganes como ‘No olvidamos, no perdonamos’. Esos rótulos tan seguros de sí, de lo que es lo correcto, nunca me han gustado, no me motivan”.[11] Esa falta de motivación es una incógnita para mí, sobre todo porque no veo que puedan explicarse en términos míticos (“El mito de la comunidad inocente ya no se puede sostener, hay que matizarlo con el nuevo mito de la comunidad despojada de su campo idílico, parida al mundo con dolor”)[12]. La idea de acudir al perdón no resulta nada estimulante[13] a la luz de la experiencia de radicalización y politización de los derechos humanos de la Argentina (que lleva a sensibilizar el campo social y a establecer límites a ciertas expresiones de la barbarie), ni está presente en algunos de los testimonios más potentes de quienes hoy se definen como ex hijas de genocidas. No resulta tan evidente que la verdad a la que aspira Agüero dependa del perdón. Si colocamos en serie textos como los que escribieron Rita Segato, León Rozitchner y Henri Meschonnic, podemos afirmar que la actividad poética y la apuesta por las singularidades resultan inseparables del combate contra lo teológico político y las crueldades de un tiempo histórico.

 

  1. Nadie se suicida solo

 

Pero si lo que me ocurre, doctor,

es que tengo algún mal que se produce

a causa del amor

y el pensamiento de la resistencia,

entonces, déjelo; esto no es

más que nuestro sonido natural.

Yo viviré

mejor con este ruido en la cabeza.

Antonio Gamoneda.

 

El que ama la vida nunca se suicidará.

Solo el que ama apasionadamente la vida puede llegar a suicidarse.

Santiago López Petit

 Los libros de Santiago López Petit se comunican entre sí de un modo tan fluido que todos y cada uno de ellos pueden ser tomados como un nuevo acceso a la única idea que realmente lo ha obsesionado durante su vida de escritor: el “querer-vivir”. Algo completamente diferente, cuando no opuesto, a lo que habitualmente nomina como la vida. Hijos de la noche[14] es quizás su libro insuperable. Único en su género, por el modo como se entrelazan en su escritura la rabia y la estrategia, la implicación subjetiva y la dimensión analítica, la función crítica y la afirmativa. Con una escritura sobria, traza el balance de una gran parte de las formas de sabiduría que Occidente produce o consume (de la filosofía a la religión, de la poesía al orientalismo, de la política de izquierda a las terapias y la locura), hasta dar con una fórmula que él había puesto a madurar desde hacía décadas: “politizar el malestar”. Antes, en el Breve tratado para atacar la realidad,[15] López Petit planteaba el hecho de que la realidad se había vuelto una con la lógica de valorización financiera: el ser mismo de todo lo que es ha sido engullido por el capital, que ya no hace otra cosa que desbocarse a sí mismo. No hay ontología ni acontecimiento que no sea del capital mismo y sus desbordes. Sin embargo, hay desplazamientos anónimos, una “interioridad común” de la disidencia, un “querer vivir” que no cabe en los proyectos y diseños que el capital ofrece para que cada cual pueda tener su “vida”. Lo real es poder capitalista, “Estado guerra” y “fascismo postmoderno”. Pero esa verdad de lo real debe ser captada en su ambivalencia, con su reverso, con el malestar que produce. Lo que llama una y otra vez anomalía, noche oscura.

El gesto absoluto sigue en esa misma línea, pero es otra cosa. Se trata de comprender el caso Pablo Molano: una muerte política. El suicidio de un activista de 35 años. La belleza del libro reposa en la descripción intensa, en el retrato impersonal de Pablo Molano, en la captación de su presencia en tanto que vida radicalmente política.[16] Y en el modo de afrontar la responsabilidad del escritor que asume que esa muerte, ese suicidio, le concierne íntimamente. Que eso imposible de capturar debe ser comprendido de todas formas, es parte de esa “interioridad común” que involucra a la propia escritura, y a la vida, de este filósofo que fue profesor de Pablo Molano.

Vida política y escritura filosófica enfrentan un mismo muro de contención: el inexorable deseo de normalidad que todo lo atraviesa, todo lo mata. El gesto absoluto no pretende acercarnos a la persona de Pablo Molano, sino dar cuenta de la aporía de una existencia incapaz de transigir ante ese deseo de norma en tiempos de renacimiento de “reformismos” (el libro es a la vez un intento de rescatar y contraponer una vida política a la rehabilitación de la política convencional fundada en la “gestión de la decepción”, renovada por el grupo Podemos). El ensayo de López Petit trata de Pablo Molano y el “querer-vivir”, contra “la vida” en tanto dispositivo mayor de la normalización. Escritura y activismo se confunden en una misma búsqueda de palabras en las que creer: agujeros negros en el muro del miedo y el “fascismo postmoderno”.

La expresión “vida política” remite en López Petit a una secuencia específica de politización existencial. No se trata del “hacer política” del militante profesional, sino del “politizarse”, afección propia del querer-vivir. Politizarse es adquirir una valentía, un desprendimiento respecto de la vida. Alude a una transformación individual conjugada con la fuerza de desafío de lo colectivo, a asumir un devenir otro: saberse en lucha. Pero en una lucha que hay que pensar de modo diametralmente opuesto a como la política convencional plantea la relación de “enemistad”. Si Karl Schmitt proponía la enemistad como esencia de lo político, en una variante decisionista, que tiende a crear comunidad desde el Estado en base a la hostilidad con enemigos externos, la politización de la existencia en El gesto absoluto invierte los términos: politizare es, sí, asumir una enemistad, una lucha “nosotros vs. ellos”, solo que esta vez el antagonismo no se despliega desde un paradigma soberanista, ni tiende a crear un enemigo exterior, sino que se presenta como un proceso de subjetivación (la constitución de un “nosotros” en el que siempre hay un nos/otros) y por tanto sin estabilización identitaria ni absolutista de los términos. La concreción de los términos de la enemistad debe ser siempre renovada. La politización no refiere a ninguna verdad (toda verdad sobre la realidad de este mundo pertenece al capital), sino a perforar/desbordar la búsqueda de seguridad y de certeza en que se funda la normalidad. Si aquí también se puede hablar de una verdad, habría que hacerlo en un sentido nuevo. Una verdad por desplazamiento que se pega al cuerpo en el proceso de politización. López Petit y sus compañeros de Espai en Blanc la llamarán verdad “presentimiento”, intuición clara con respecto a que “la vida no puede ser eso”. Presentimiento, presagio; un más allá. El pensamiento despegado de la verdad y del sentido (propios de la realidad del capital) se abre para captar movimientos del querer-vivir con toda su ambivalencia. Politizar es efectuar un “gesto radical” partiendo de ese fondo ambivalente, unilateralizándolo. Ese gesto no es la postulación de la idea, fracasada, de revolución, sino el montaje de una escena cuyo punto de partida es la ridiculización del poder. Gesto radical se conjuga con “alianza de amigos”, así como desafío se articula con estrategia.

¿Qué es la “alianza de amigos”? Es un modo de vivir la lucha de clases diciendo “tenemos que hacer algo” (expresión de Pablo Molano). Un momento en la auto-constitución pero también de la ambivalencia del querer-vivir y del “nosotros”, sitio de los problemas insolubles y de frustraciones relativas a la impotencia de la vida en común, en lucha, acosada por asuntos vinculados al sexo y al dinero, pero también a la despolitización del espacio público que da sentido a las acciones comunitarias. De allí la cita de Heráclito: “El camino que lleva al abismo y a la cima es uno y el mismo”. Y la constatación amarga de López Petit: “Hoy el límite de la vida común parece residir en el propio ‘estar juntos’ (…) El peso de la realidad nos cae encima”. El enemigo se ha vuelto enemigo interno bajo la forma de la repetición (“Hoy es mucho más difícil combatir esta repetición asesina de inquietudes y de anhelos, e impulsar un nosotros desafiante. Pablo lo intentó con todas sus fuerzas”). El gesto radical debe enraizar en el hastío de la repetición sin volverse absoluto. La amistad política es obstáculo y posibilidad. Refiere a la confianza que asegura una “unión sin unidad”. Escribir sobre el suicidio de Pablo Molano desde esta unión anónima. Porque ante cualquier suicidio se activa la “culpabilidad”. El filósofo detiene esa gangrena con la fórmula de la amistad política: “Nunca aceptaré la relación yo (culpable)/Pablo (víctima)”. Fórmula que se completa del siguiente modo: “Me siento responsable con él de haber escogido juntos un modo de vida que nos lleva a donde nos lleva. Pero nada más. Don y contra don, confianza en la acción. No se fracasa cuando se va hasta el final”.

La alianza de amigos retoma el problema de la dimensión colectiva que “no tiene que servir para engañar la propia soledad, ni tampoco para ofrecer dosis de autoestima”. Lo que ella proporciona es más rico, difícil e importante: la experiencia misma de la politización. Y politizar la vida es algo muy diferente (sino directamente opuesto) a psicologizarla. Politizar –dice López Petit– es aceptar en el plano de la propia existencia la “máxima auto-exigencia y disponibilidad total”. El humor del escritor ocurre en su sensibilidad por las ambigüedades y las inversiones del sentido. Apenas pronunciada su fórmula de máximo rigor militante, López Petit señala que la misma puede confundirse perfectamente con una máxima del management. Perversión de la implicación subjetiva, conversión de la autonomía en identificación con la empresa y el autocontrol. Politizar implica una unilateralización y una articulación. El trazado de un “continuo” entre desafío individual y colectivo. Contra el discontinuo de la representación. El continuo de la politización está en posición de ruptura con el discontinuo de la política.

Del suicidio y de la vida, dice Santiago López Petit, no sabemos casi nada. “El vacío llora en nosotros desconsoladamente”. El suicidio es un gesto absoluto, signado por la ausencia de miedo a la muerte. Es también un límite al biopoder. En tanto que atentado contra la realidad, perfora en la verdad del capital, la agujerea y hace fracasar al poder terapéutico y salvífico que gestiona nuestra vulnerabilidad y nos engancha desde nuestro ser precario en la movilización productivista, medicalizando y privatizando el sufrimiento. El suicidio es refutación de la acción del poder terapéutico, su despolitización del malestar. Su victimización. Pero es también un “acto de defensa fallido, una derrota en la lucha contra la vida”.

“No saben cuántos somos, y nunca podrán contarnos”. La alianza de amigos constituye un “sujeto imposible”, una anomalía, un alzamiento contra la vida en la medida en que se trata de conectar con –y poner en el centro– la imposibilidad misma de la vida, puesto que toda vida política lo es en la medida en que vive “desencajada” en una “interioridad común”: “Vivir la imposibilidad de vivir significa iniciar una travesía cuyo final necesariamente desconocemos”. A veces puede suceder que esa travesía sea una “condena a muerte”, cuando la “imposibilidad se transforma en una situación sin salida” y la noche congela a la vida. “La noche congeló a Pablo”. “Fue entonces cuando decidió marchar y nos dejó una jauría de perros rabiosos ladrando en nuestra cabeza”.

“Nadie se suicida sólo”. Esta fórmula recoge el carácter comunicativo, extremo y perturbador del gesto absoluto. Siguiendo a Pablo Molano, López Petit capta la máquina de matar tras el acto de cancelación, aparentemente solitario. Somos desde el comienzo piezas activas de una inmensa “máquina de matar” cuyo objetivo es “impedirnos continuar la guerra”. Pablo Molano es uno de aquellos que “prosiguen el combate y se niegan a preparar un camino de retorno. Decididos, y dispuestos a desarmar la máquina de matar, se adentran en su interior. Sin embargo, cuando creen haber alcanzado su centro, son directamente aniquilados”.

Los materiales que forman esa formidable máquina de matar, escribe López Petit, son exactamente los mismos que articulan lo que llamamos “la vida”: “ilusiones, tristeza, alegría, enfrentamientos, deseos, frustraciones, envidias, amistades”. El caso Pablo Molano es el de la interiorización personal del “impasse actual de la acción política”.   ¿Cómo acabar con la sensación de impotencia, “si anida no solo en la acción política, sino que también se expresa en la falta de autodeterminación respecto a nuestra propia vida”? Sensación de que “algo nos aplasta”. “¿Qué podría haber salvado a Pablo? NADA (…) Pablo no pudo tomar en sus manos la fuerza del dolor. Le ahogó la verdad que vivía en él. Pero esa verdad, esa misma verdad que le estranguló, era la única que podía detener su suicidio”. La escritura es la que se politiza cuando se adentra a buscar una vida más allá de la vida, una potencia que sea potencia de fragilidad, una verdad no redundante, sino sensible a los signos de desplazamientos, una acción capaz de “substraer dimensiones de la realidad”. Una escritura así se declara combatiente frente al olvido, pero también frente al miedo.

 

[1] Agüero es activista de derechos humanos y se dedica a investigar cuestiones referidas a la violencia política y memoria histórica en el Perú. Realizó trabajo de campo en zonas rurales de Ayacucho para la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR). No está demás recordar que la CVR presentó en 2003 un informe de tres mil páginas sobre la guerra del Perú (1980-2000), en el que se precisan cifras escalofriantes de 70.000 asesinatos y desaparecidos (casi el triple de lo que reconoció el Estado) y unas 4000 fosas comunes. El informe de la Comisión responsabiliza a Sendero Luminoso de ser “el mayor perpetrador” de las violaciones de derechos humanos (acciones terroristas, asesinatos selectivos y masacres). A pesar de eso, sectores de la política peruana acusaron a la comisión de “simpatías senderistas”. Los dos años de investigación de la Comisión se centraron en el epicentro de la guerra, las comunidades rurales empobrecidas de la sierra central andina de donde proviene el 75 % de las victimas, quechua hablantes. En el informe de la CVR se establece la responsabilidad política a los gobiernos civiles de Fernando Belaúnde y de Alan García “por haber abdicado de sus funciones” y dejado sin control a las Fuerzas Armadas en las acciones contra la guerrilla, y se documenta la complicidad del gobierno de Alberto Fujimori con el grupo paramilitar Colina. Además, se describe la estrategia de los militares como fuerza de ocupación contra el campesinado, dividiendo las comunidades entre “rojas” –con presencia de senderistas– y “blancas”. En las comunidades rojas, el ejército cometió asesinatos masivos (se propuso eliminar a esas comunidades en su conjunto), y a su vez los senderistas hacían lo propio en las comunidades que cooperaban con los militares. Ver: “Cómo es el Nunca Más peruano. El informe que revela la verdad de 70.000 desapariciones”, Carlos Noriega, Página 12, domingo 7 de septiembre de 2003.

[2] José Carlos Agüero, Los rendidos. Sobre el don de perdonar, IEP, Lima, 2015. Para conocer la historia y la narración de Agüero se puede ver esta entrevista.

[3] El padre de Agüero fue victima de la masacre del penal de El Frontón. “Mi madre fue ejecutada extrajudicialmente en mayo de 1992, hasta donde he podido indagar, por agentes del Ejército Peruano. Los primeros meses de 1992 estuvieron marcados por acciones similares, tanto en Lima como en provincias. Puede verse al respecto el Informe final de la CVR (2003) o Uceda (2004), entre otras fuentes. El cartel puesto sobre su cuerpo, supuestamente firmado por el PCP-SL, presenta evidencia elemental como para considerarlo falso. Ella fue asesinada de tres balazos y abandonada en una playa del distrito de Chorrillos, luego de ser detenida a la salida de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde trabaja en una tienda tipiando en una vieja máquina mecánica de escribir los trabajos de los estudiantes. Fueron varios los testigos que la vieron subir a una camioneta que la interceptó en la Av. Universitaria mientras esperaba el transporte público que debía llevarla a casa” (nota extraída de Los rendidos). Sobre el carácter terrorista del accionar de Sendero y de sus padres, Agüero escribe: “Sé que es cierto. Que los miles de muertes atroces que el PCP-SL cometió como costo de su revolución son ciertas. Sé que estaba previsto, que la revolución los cegaba y ponía como meta el bien futuro a costo del bien presente. Que estaban enfermos de justicia. Que el exceso de justicia los llevaba al odio y la ansiedad de cambios, a la destrucción”. Carlos Iván De Gregori, autor de El surgimiento de Sendero Luminoso. Ayacucho 1969-1979 (IEP, Lima,1990), utiliza la expresión “violencia impresionante contra las masas”, más útil y precisa que “terrorismo”. Junto a una caracterización histórica y estratégica de Sendero (se trata de un estudio sobre sus orígenes), el autor introduce términos descriptivos para explicar el perfil crudo de sus acciones como “paranoia funcional” y “voluntad de desdramatizar la violencia y la muerte”.  Una narración muy diferente –y reciente– sobre la guerrilla maoísta peruana, que también intenta comprender lo sucedido, es el libro de Santiago Roncagliolo, La cuarta espada. La historia de Abimael Guzmán y Sendero Luminoso (Debate, Barcelona, 2012). Se trata de un libro no académico, redactado en primera persona del singular, en el que se hacen afirmaciones curiosas (no sé cuando documentadas) del tipo “ninguna guerrilla latinoamericana anterior había colocado a las mujeres en posiciones de mando”. Quizás el valor de este trabajo, escrito tras la derrota por un miembro de una generación claramente posterior a la de quienes le declararon la guerra en los años ochenta, sea el acceso de su autor a la conversación con mujeres senderistas –algunos altos mandos– presas.

[4]  Catherine Malabou denomina “plasticidad” el hecho de encontrar una salida en situación que no tiene salida alguna. “La plasticidad designa entonces el movimiento de constitución de una salida ahí mismo donde ninguna salida es posible”, en La plasticidad en espera (Palinodia, Santiago de Chile, 2010). La plasticidad tiene anclaje en el comportamiento del cerebro (ver “plasticidad neuronal”, en ¿Qué hacer con nuestro cerebro?, publicado por Arena Libros, Madrid, 2007), pero también en el hecho de que el pensamiento se alza una y otra vez contra las prescripciones de la razón. La escritura que intenta prolongar el valor disidente y cognitivo de una muerte política actúa bajo la exigencia de una plasticidad poética.

 

[5] “Lo que sí sé es que escribo porque creo que a otros que han vivido situaciones parecidas, que son hijos de terroristas o que, más directamente, han militado en organizaciones subversivas y han sobrevivido, puede servirles que se hable de estos temas fuera de la intimidad de los hogares. Porque hay mucha gente que quizá quiere decir algo, pero tiene menos oportunidad, que está en una situación menos favorable que la mía para hacerlo. No pretendo representar a nadie. Al escribir lo hago con una única regla, procuro ser honesto, lo hago como si escribiera para mí. Como no soy excepcional, entonces espero que haya algunos que encuentren aquí algún reflejo.”

[6] “Mi familia se mantuvo en el mundo de los militantes sin cartel. Sus venturas y desventuras no fueron pocas, pero fueron parte de una guerra silenciosa, pequeña, de casas humildes, de chozas de esteras, de barriadas y conos; guerra de armas siempre escasas y “medios” viejos,  de puntos de apoyo. Muchachos y muchachas senderistas desperdigados en innumerables casas de la ciudad, que les daban cobijo temporal. Nada de grandes batallas ni épicas”, Los rendidos… y más tarde, en su intento de comprender a sus padres: ”Mis padres no fueron monstruos, tuvieron sus motivos personales para luchar, tenían ideales, urgencias. Pero ¿eso les quita culpa? Podrían responderme con toda razón: ¿y eso les daba derecho a tus padres y sus camaradas para asesinar, disparar, quemar, romper, destruir? No lo creo. Quizá les devuelve algo de significado a sus vidas. Los aproxima a la historia y no los expulsa como una pesadilla o una enfermedad. Pero finalmente podría decirme este interlocutor general, el Perú murmurante digámosle: ¿y eso en qué nos beneficia?, ¿eso sana, eso calma a los deudos, eso ayuda a la sociedad?”. Me parece que este intento de comprender a sus padres sin reivindicar sus decisiones llega más lejos que el gesto del “no matarás” –que inspiró una notable polémica conocida con el nombre de ese mandamiento– de la carta del filosofo Oscar del Barco.

[7] “Todo tan vulgar. En 2004, el Ministerio Público nos informó que había logrado identificar los restos de mi padre y otros 30 asesinados en El Frontón. Convocaron a los familiares con negligencia, torpeza, en un lugar lleno de cajas y polvo. Auxiliados por queridos amigos peritos forenses, a los que preguntamos por esta revelación, nos negamos a aceptar estos restos sin hacer mayor reclamo. Nuestros amigos expresaron categóricamente que se trataba de una farsa y que técnicamente era imposible que se hubiera logrado identificar a nadie en esas condiciones de trabajo. Pero fue triste ver que algunos familiares, pese a lo obvio de la farsa, igual se llevaron las cajas, sin importarles si realmente estaban allí sus deudos. Lo necesitaban. Ahora en algún lugar tienen enterrados, visitan y llevan flores, por fin, a su desaparecido de tantos años, solo que no es el suyo, son solo restos, restos de gente como cualquiera. ¿Por qué agregar a la desgracia la infamia, la burla y peor aún, la terrible irrealidad? Acá una nota sobre el hecho: http://bit.ly/17f3aYv” (Los rendidos).

 

[8] Sobre cuestionamientos y desacatos en relación con las figuras parentales y con los procedimientos canonizados de la memoria, se puede consultar el reciente libro de María Moreno, Oración. Carta a Vicki y otras elegías políticas, Random House, Buenos Aires, 2018.

 

[9]  “Lo mismo ocurrió cuando mataron a mi madre. Primero un par de agentes de Seguridad del Estado me invitaron a pasear por Lima en un auto y conversaron conmigo sobre cómo me darían seguimiento en la universidad y que tuviera cuidado con lo que hacía. Una amenaza que se agradece en tanto no acabó en muerte. Luego, un enviado de Sendero se reunió conmigo varias veces en la facultad de Ciencias Sociales, invitándome a tomar el puesto de mis padres, héroes de la revolución, y a vengarlos. Me dijo que tenían identificados a los tres tipos que la mataron”. Ver: Los rendidos.  .

 

[10] Aún hoy en el Perú es difícil hablar de memoria histórica sin recibir la acusación de terrorista: http://rpp.pe/peru/actualidad/jose-carlos-aguero-advierte-de-que-hay-una-campana-para-deslegitimar-el-lum-y-la-cvr-noticia-1125641#escuchar https://elarriero.lamula.pe/2018/06/03/jose-carlos-aguero-depurar-al-lum-no-significa-cerrarlo-sino-corregirlo-y-reescribir-la-historia/javierto/

 

[11] Idem

 

[12] Idem

 

[13] Incluso en un contexto tan adverso como el peruano, José Carlos Agüero no le da a la noción de “reconciliación” el sentido de impunidad que se le da en la Argentina. En sus palabras: “Si la reconciliación que nos quieren imponer significa impunidad, y yo creo que eso es lo que están intentando transmitir, bueno, ojalá que no nos reconcilien así a la fuerza. Va a ser dolorosa esa reconciliación”, ver: https://larepublica.pe/domingo/1250165-vez-reconciliacion-camino.

 

[14] Santiago López Petit, Hijos de la noche, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2014.

[15] Santiago López Petit, Breve tratado para atacar la realidad, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2009.

 

[16] Pablo Molano en tanto que “caso”, “vida política”, acontecimiento impersonal, es lo opuesto a una biografía.  López Petit refiere algunas pistas biográficas (nacido en Colombia, infancia en Cuba, padres ex combatientes de la izquierda guerrillera, grupo M-19, juventud en bandas en Barcelona, estudiante de filosofía, activista dúctil, ver: https://www.eldiario.es/catalunya/barcelona/manifestacion-organizan_0_486801539.html). El libro entero es un encuentro entre gestos y textos de Pablo Molano, y de relatos de sus amigos con el pensamiento de López Petit.

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