¿Qué es lo contemporáneo? // Giorgio Agamben

(Seminario dictado en 2008 N.E.)

1. La pregunta que quisiera inscribir en el umbral de este seminario, es: “¿De quién y de qué cosa somos contemporáneos? Y, sobre todo, ¿qué significa ser contemporáneo?”. En el curso del seminario nos sucederá de leer textos cuyos autores distan de nosotros muchos siglos y otros más recientes o recientísimos: pero en cada caso, esencialmente deberemos llegar a ser contemporáneos de estos textos. El “tempo” de nuestro seminario es la contemporaneidad, exige ser contemporáneos de los textos y de los autores que se examina. Tanto su rango como su éxito pueden medirse por su —por nuestra— capacidad de estar a la altura de esta exigencia.

Una primera, provisoria, indicación para orientar nuestra
búsqueda de una respuesta nos viene de Nietzsche. En un apunte de sus cursos en el Collège de France, Roland Barthes lo compendia del siguiente modo: “Lo contemporáneo es lo intempestivo”. En 1847, Friedrich Nietzsche, un joven filólogo que había trabajado hasta entonces sobre textos griegos y había antes alcanzado una imprevista fama con El nacimiento de la tragedia, publica Unzeitgemässe Betrachtungen, las “Consideraciones intempestivas”, con las cuales pretende rendir cuenta de su tiempo, tomar posición respecto al presente.

”Intempestiva esta consideración es”, se lee al inicio de la
segunda, “Consideración”, “porque busca comprender como un mal, un inconveniente y un defecto algo de lo cual la época está, justamente, orgullosa, es decir, su cultura histórica, porque pienso que somos todos devorados por la fiebre de la historia y debemos al menos rendir cuenta de ello”. Nietzsche sitúa su pretensión de “actualidad”, su “contemporaneidad” respecto al presente, en una desconexión y en un desfasaje. Pertenece verdaderamente a su tiempo, es verdaderamente
contemporáneo aquel que no coincide perfectamente con él ni se
adecua a sus pretensiones y es por ello, en este sentido, inactual; pero, justamente por esta razón, a través de este desvío y de este anacronismo, él es capaz, más que el resto, de percibir y aferrar su tiempo.

Esta no-coincidencia, esta desincronía, no significa, naturalmente, que contemporáneo sea aquel que vive en otro tiempo, un nostálgico que se sienta más en casa en la Atenas de Pericles o en la París de Robespierre y del Marqués de Sade que en la ciudad y en el tiempo que le fue dado vivir. Un hombre inteligente puede odiar a su tiempo, pero entiende en cada caso pertenecerle irrevocablemente, sabe lo que es no poder escapar a su tiempo.

La contemporaneidad es, entonces, una singular relación con el
propio tiempo, que adhiere a él y, a la vez, toma distancia; más
precisamente, es aquella relación con el tiempo que adhiere a el a través de un desfasaje y un anacronismo. Aquellos que coinciden demasiado plenamente con la época, que encajan en cada punto perfectamente con ella, no son contemporáneos porque, justamente por ello, no logran verla, no pueden tener fija la mirada sobre ella.

2. En 1923, Osip Mandel’stam escribe una poesía que se titula “El siglo” (pero la palabra rusa vek significa también época). Esta contiene no una reflexión sobre el siglo, sino sobre la relación entre el poeta y su tiempo, es decir, sobre la contemporaneidad. No el “siglo”, sino, según las palabras que abren el primer verso, “mi siglo” (vek moi):

Mi siglo, mi fiera,
¿quién podrá mirarte
dentro de los ojos
y soldar con su sangre
las vértebras de dos siglos?

El poeta, que debía pagar la contemporaneidad con la vida, es aquel que debe tener fija la mirada en los ojos de su siglo-fiera, soldar con su sangre la espalda despedazada del tiempo. Los dos siglos, los dos tiempos, no son solamente, como se ha sugerido, el siglo XIX y el XX, sino también y, sobre todo, el tiempo de la vida del singular (recuerden que el latín saeculum significa en su origen el tiempo de la vida) y el tiempo histórico colectivo, que llamamos, en este caso, el siglo XX, cuya espalda —aprendemos en la última estrofa de la poesía— está
despedazada. El poeta, en cuanto contemporáneo, es esa fractura, es eso que impide al tiempo componerse y, a su vez, la sangre que debe suturar la rotura. El paralelismo entre el tiempo — y las vértebras— de la criatura y el tiempo —y las vértebras— del siglo constituye uno de los temas esenciales de la poesía:

Hasta que la criatura vive
Debe llevar las propias vértebras,
Las olas bromean
con la invisible columna vertebral.
Como tierno, infantil cartílago
Es el siglo recién nacido de la tierra.

El otro gran tema —también este, como el precedente, una imagen de la contemporaneidad— es aquel de las vértebras despedazadas del siglo y de su soldadura, que es obra del singular (en este caso, del poeta):

Para liberar al siglo en grillos
Para dar inicio al nuevo mundo
Es necesario con la flauta reunir
Las rodillas nudosas de los días.

Que se trate de una tarea impracticable —o, de todos modos,
paradojal— está probado por la estrofa sucesiva, que concluye el poema. No solo la época-fiera tiene las vértebras despedazadas, sino vek, el siglo apenas nacido, con un gesto imposible para quien tiene la espalda rota, quiere volver hacia atrás, contemplar las propias huellas y, de este modo, muestra su rostro demente:

Pero se ha despedazado tu espalda
mi estupendo, pobre siglo.
Con una sonrisa insensata
como una fiera un tiempo flexible
te volteas hacia atrás, débil y cruel,
a contemplar tus huellas.

3. El poeta —el contemporáneo— debe tener fija la mirada en su tiempo. ¿Pero qué cosa ve quien ve su tiempo, la sonrisa demente de su siglo? Quisiera a este punto proponerles una segunda definición de la contemporaneidad: contemporáneo es aquel que tiene fija la mirada en su tiempo, para percibir no las luces, sino la oscuridad. Todos los tiempos son, para quien lleva a cabo la contemporaneidad, oscuros.

Contemporáneo es, precisamente, aquel que sabe ver esta oscuridad, que está en grado de escribir entintando la lapicera en la tiniebla del presente. ¿Pero qué significa “ver una tiniebla”, “percibir la oscuridad”? Una primera respuesta nos es sugerida por la neurofisiología de la visión. ¿Qué cosa adviene cuando nos encontramos en un ambiente privado de luz, o cuando cerramos los ojos? ¿Qué es la oscuridad que entonces vemos? Los neurofisiólogos nos dicen que la ausencia de luz
desinhibe una serie de células periféricas de la retina, llamadasoff-cells, que entran en actividad y producen esa especie particular de visión que llamamos oscuridad. La oscuridad no es, por lo tanto, un concepto privativo, la simple ausencia de la luz, algo así como una no-visión, sino el resultado de la actividad de las off-cells, un producto de nuestra retina. Ello significa, si volvemos ahora a nuestra tesis sobre la oscuridad de la contemporaneidad, que percibir esta oscuridad no es una forma de inercia o de pasividad, sino que implica una actividad y
una habilidad particular, que, en nuestro caso, equivalen a neutralizar las luces que vienen de la época para descubrir su tiniebla, su oscuridad especial, que no es, de todos modos, separable de aquellas luces.

Puede decirse contemporáneo solamente quien no se deja
enceguecer por las luces del siglo y alcanza a vislumbrar en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad. Con esto, sin embargo, no tenemos aun la respuesta a nuestra pregunta. ¿Por qué alcanzar a percibir las tinieblas que provienen de la época debería interesarnos?

¿No es quizás la oscuridad una experiencia anónima y por definición impenetrable, algo que no está dirigido a nosotros y no puede, por ello, concernirnos? Al contrario, el contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de su tiempo como algo que le concierne y no deja de interpelarlo, algo que, más que toda luz, se dirige directamente a él.
Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo.

4. En el firmamento que observamos de noche, las estrellas
resplandecen circundadas por una punzada tiniebla. Porque en el
universo hay un número infinito de galaxias y de cuerpos luminosos, la oscuridad que vemos en el cielo es algo que, según los científicos, necesita una explicación. Es acerca de la explicación que la astrofísica contemporánea da de esta oscuridad que quisiera ahora hablarles. En el universo en expansión, las galaxias más remotas se alejan de nosotros a
una velocidad tan fuerte, que su luz no logra alcanzarnos. Aquello que percibimos como la oscuridad del cielo, es esta luz que viaja velocísima en torno a nosotros y, sin embargo, no puede alcanzarnos, porque las galaxias de las cuales proviene se alejan a una velocidad superior a aquella de la luz.

Percibir en la oscuridad del presente esta luz que busca alcanzarnos y no puede hacerlo, ello significa ser contemporáneos. Por ello los contemporáneos son raros. Y por ello ser contemporáneos es, sobre todo, una cuestión de coraje: porque significa ser capaces no sólo de tener fija la mirada en la oscuridad de la época, sino también percibir en aquella oscuridad una luz que, directa, versándonos, se aleja infinitamente de nosotros. Es decir, aun: ser puntuales en una cita a la
que se puede solo faltar.

Por esto el presente que la contemporaneidad percibe tiene las
vértebras rotas. Nuestro tiempo, el presente, no es, de hecho,
solamente el más lejano: no puede en ningún caso alcanzarnos. Su espalda está despedazada y nosotros estamos exactamente en el punto de la fractura. Por ello le somos, a pesar de todo, contemporáneos.

Comprendan bien que la cita que está en cuestión en la
contemporaneidad no tiene lugar simplemente en el tiempo
cronológico: es, en el tiempo cronológico, algo que urge dentro de él y lo transforma. Y esta urgencia es la intempestividad, el anacronismo que nos permite aferrar nuestro tiempo bajo la forma de un “demasiado pronto” que es, también, un “demasiado tarde”, de un “ya” que es, también, un “no aun”. Y, a su vez, reconocer en la tiniebla del presente la luz que, sin jamás poder alcanzarnos, está perennemente en viaje en
torno a nosotros.

5. Un buen ejemplo de esta especial experiencia del tiempo que
llamamos la contemporaneidad es la moda. Aquello que define a la moda es que ella introduce en el tiempo una peculiar discontinuidad que lo divide según su actualidad o inactualidad, su ser o su no-sermás- a la-moda (a la moda y no simplemente de moda, que se refiere sólo a las cosas). Esta cesura, por cuanto sutil, es perspicua, en el sentido de que aquellos que deben percibirla la perciben indefectiblemente y de este modo atestiguan su estar a la moda; pero si buscamos objetivarla y fijarla en el tiempo cronológico, ella se revela inaferrable. Sobre todo la “hora” de la moda, el instante en el cual viene
a ser, no es identificable a través de un cronómetro. ¿Esta “hora” es quizás el momento en el cual el estilista concibe el rasgo, el nuance que definirá la nueva forma del vestido? ¿O aquel en el cual le confía al diseñador y luego a la sastrería que le confecciona el prototipo? ¿O, más bien, el momento del desfile, en el cual el vestido es llevado por las únicas personas que están siempre y solamente a la moda, las mannequins, que, sin embargo, justamente por ello, no lo están nunca
verdaderamente? Porque, en última instancia, el estar a la moda de la “forma” o del “modo” dependerá del hecho de que las personas de carne y hueso, distintas de las mannequins —esas víctimas sacrificiales de un dios sin rostro— lo reconozcan como tal y lo efectúen en la propia ropa.

El tiempo de la moda es, entonces, constitutivamente anterior a sí mismo y, justamente por ello, también siempre en retardo, tiene siempre la forma de un umbral inaferrable entre un “no aun” y un “no más”. Es probable que, como sugieren los teólogos, ello dependa del hecho que la moda, al menos en nuestra cultura, es una marca teológica del vestido, que deriva de la circunstancia en que el primer vestido fue confeccionado por Adán y Eva después del pecado original, en forma de un taparrabo entrelazado con hojas de higo. (Por la precisión, los vestidos que nosotros vestimos derivan no de este taparrabo vegetal, sino del tunicae pellicae, de los vestidos hechos de pelos de animales que Dios, según Gen. 3.21, hace vestir, como símbolo tangible del pecado y de la muerte, a nuestros progenitores en el momento en el cual los expulsa del paraíso.) En todo caso, cualquiera fuese la razón, el “ahora”, el kairos de la moda es inaferrable: la frase “yo estoy en este instante a la moda” es contradictoria, porque en el momento en el cual el sujeto la pronuncia está ya fuera de la moda. Por ello, el estar a la moda, como la contemporaneidad, comporta un cierto “desahogo”, un cierto desfasaje, en el cual su actualidad incluye dentro de sí una pequeña parte de su afuera, un matiz de démodé. De una señora elegante se decía en París en el Ochocientos, en este sentido: “Elle est contemporaine de tout le monde”.

Pero la temporalidad de la moda tiene otro carácter que la
emparienta a la contemporaneidad. En el gesto mismo en el cual su presente divide el tiempo según un “no más” y un “no aun”, ella instituye con estos “otros tiempos” —ciertamente con el pasado y, quizás, también con el futuro— una relación particular. Ella puede “citar” y, de este modo, ritualizar cualquier momento del pasado (los años 1920, los años 1970, pero también la moda imperio o neoclásica). Ella puede poner en relación aquello que ha inexorablemente dividido, rellamar,  re-evocar y revitalizar incluso aquello que había declarado muerto.

6. Esta especial relación con el pasado tiene también otra cara.
La contemporaneidad se inscribe, de hecho, en el presente
marcándolo sobre todo como arcaico y sólo quien percibe en lo más moderno y reciente los indicios y las marcas de lo arcaico puede serle contemporáneo. Arcaico significa: próximo al arké, es decir, al origen. Pero el origen no está situado solamente en un pasado cronológico: es contemporáneo del devenir histórico y no cesa de operar en él, como el embrión continúa actuando en los tejidos del organismo maduro y el niño en la vida psíquica del adulto. El desvío —y, al mismo tiempo, la cercanía— que definen la contemporaneidad tienen su fundamento en esta proximidad con el origen, que en ningún punto late con más fuerza que en el presente. Quien ha visto por primera vez, llegando el alba del mar, los rascacielos de New York, ha inmediatamente percibido esa facies arcaica del presente, esa contigüidad con la ruina que las imágenes atemporales del 11 de septiembre han vuelto evidentes para todos.

Los historiadores de la literatura y del arte saben que entre lo
arcaico y lo moderno hay una cita secreta, y no tanto porque las formas más arcaicas parezcan ejercitar sobre el presente una fascinación particular, cuanto porque la clave de lo moderno está escondida en lo inmemorial y en lo prehistórico. Así, el mundo antiguo a su fin se dirige, para reencontrarse, hacia lo primordial; la vanguardia, que se ha perdido en el tiempo, sigue a lo primitivo y lo arcaico. Es en este sentido que se puede decir que la vía de acceso al presente tiene necesariamente la forma de una arqueología. Que no retrocede ya a un pasado remoto, sino a cuanto en el presente no podemos en ningún caso vivir y, quedando no vivido, es incesantemente tragado desde el
origen, sin jamás poder alcanzarlo. Porque el presente no es otra cosa que la parte de no-vivido en todo vivido y aquello que impide el acceso al presente es la masa de aquel en lo cual, por alguna razón (su carácter traumático, su excesiva cercanía) no hemos logrado vivir. La atención a este no-vivido es la vida del contemporáneo. Y ser contemporáneos significa, en este sentido, volver a un presente en el cual nunca hemos estado.

7. Aquellos que intentaron pensar la contemporaneidad, pudieron hacerlo sólo a costa de dividirla en más tiempos, de introducir en el tiempo una esencial des-homogeneidad. Quien puede decir: “mi tiempo”, divide el tiempo, inscribe en el una cesura y una discontinuidad; y, sin embargo, justamente a través de esta cesura, esta interpolación del presente en la homogeneidad inerte del tiempo lineal, el contemporáneo hace actuar una relación especial entre los tiempos.

Si, como habíamos visto, es el contemporáneo que ha despedazado las vértebras de su tiempo (o, de todos modos, ha percibido la falla o el punto de rotura), él hace de esta fractura el lugar de una cita y de un encuentro entre los tiempos y las generaciones. Nada más ejemplar, en este sentido, que el gesto de Pablo, en el punto en el cual lleva a cabo y anuncia a sus hermanos aquella contemporaneidad por excelencia que
es el tiempo mesiánico, el ser contemporáneo del mesías, que él llama el “tiempo-de-ahora” (ho nyn kairos). No sólo este tiempo es cronológicamente indeterminado (la parusia, el retorno de Cristo que marca el fin es cierto y cercano, pero incalculable), sino que él tiene la capacidad singular de poner en relación consigo cada instante del pasado, de hacer de cada momento o episodio del relato bíblico una profecía o una prefiguración (typos, figura, es el término que Pablo prefiere) del presente (así Adán, a través del cual la humanidad ha recibido la muerte y el pecado, es “tipo” o figura del mesías, que lleva a los hombres la redención y la vida).

Ello significa que el contemporáneo no es solamente aquel que,
percibiendo la oscuridad del presente aferra la inamovible luz; es
también aquel que, dividiendo e interpolando el tiempo, está en grado de transformarlo y de ponerlo en relación con los otros tiempos, de leer de modo inédito la historia, de “citarla” según una necesidad que no proviene en algún modo de su arbitrio, sino de una exigencia a la cual no puede no responder. Es como si aquella invisible luz que es la oscuridad del presente, proyectase su sombra sobre el pasado y éste, tocado por ese haz de sombra, adquiriese la capacidad de responder a las tinieblas del ahora. Es algo del género que debía tener en mente
Michel Foucault, cuando escribía que sus indagaciones históricas sobre el pasado son solamente la sombra traída de su interrogación teórica del presente. Y Walter Benjamin, cuando escribía que el índice histórico contenido en las imágenes del pasado muestra que éstas llegarán a la legibilidad sólo en un determinado momento de su historia. Es de nuestra capacidad de escuchar esa exigencia y aquella sombra, de ser contemporáneos no solo de nuestro siglo y del “ahora”, sino también de sus figuras en los textos y en los documentos del pasado, de la que dependerán el éxito o la insignificancia de nuestro seminario.

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